Pero me estoy yendo por los cerros. A lo que quería ir es a que por muy bueno, bonito y barato que sea este lugar al que me han arrojado los dioses, y que como tal lo reconozca, no dejo de observar determinados aspectos de la vida cotidiana que dejan mucho, por no decir muchísimo, que desear. Son todos aspectos que tienen que ver con lo que conocemos como civismo, es decir, con el vivir con una continúa y fuerte conciencia de que el otro existe. Todo lo que hago, tengo que saber, repercute en los otros e, inevitablemente, de una forma u otra, me llegará el rebote. O sea, que ojo al parche.
Esa falta de civismo cuyas consecuencias tanto parece que amenizan, cuando en realidad empecen, las conversaciones al calor de cualquier lumbre. Y digo que empecen porque hablar de incivismo, del incivismo de los otros, es lo más parecido a la queja. La queja que no cesa con la que pretendemos aliviar nuestra desazón sin caer en la cuenta de que la queja de por sí, sin ser seguida de la acción adecuada para remediar el mal que la provoca, no hace otra cosa que engendrar pestilencia. Hamlet dixit.
Así es que como en mi ánimo está tanto el no soportar las molestias del incivismo como el procurar engendrar la menor pestilencia posible he decidido pasar a la acción en lo que me concierne que no es otra cosa que la higiene, empezando por la sonora, del entorno que he escogido para vivir. Para poder hacer lo que me gusta hacer necesito que no me distraigan cada dos por tres esos golpes sonoros secos que la naturaleza ideó como arma de amedrantamiento y, por tal, sumamente desagradables. Comprendo que los responsables últimos de la emisión de esos sonidos disfruten de la sensación de omnipotencia que toda acción de amedrantamiento tiende a producir. Lo comprendo, pero como su omnipotencia es a costa de mi minusvaloración, mi obligación es tratar de ponerles todas las trabas a mi alcance para que no se salgan con la suya. Y en ello, desde luego, estoy.
Para empezar he hecho venir un par de veces a la policía urbana, he expuesto por escrito mi percepción de los hechos a las diversas concejalías, he tenido unos cuantos argumentos con los vecinos y, sobre todo, lo que más ha contribuido a mi resarcimiento por los daños recibidos han sido las patadas que he dado a esos canecillos que pululan a todas horas por el jardín dejando sus regalitos par-ci, par-là. El otro día lancé uno de ellos a por lo menos cuatro metros de distancia, yendo a caer el susodicho a los pies de su señora dueña que lo llenó de caricias para consolarle mientras a mí me increpaba con todo tipo de improperios. Bueno, pues no se lo creerán, pero para mí que la cosa está mejorando. Pero ya veremos porque, a veces, en la euforia de la acción, suelo tomar por realidad los espejismos.
En cualquier caso, lo que cuenta es actuar. Sí, ya sé que estarán pensando que me estoy enajenando a la vecindad, que tendré que volver a largarme con la música a otra parte, que si patatín, que si patatatán. De acuerdo, pero todo lo doy por bueno con tal de no engendrar pestilencia. O callar y aguantar como un vulgar epsilon. No, yo, por naturaleza, donde veo gigantes los ataco y poco me importa que todos a mi alrededor griten que son molinos de viento. Sé que se equivocan lo mismo que se vienen equivocando desde hace siglos los que se empeñan en considerar que Don Quijote estaba loco. El atacó gigantes de verdad y los que piensan otra cosa es por que tienen un problema de comprensión lectora. Porque atacó a los gigantes es que desde entonces los gigantes son menos gigantes. Y no por otra cosa es que el mundo, en reconocimiento, le considere el más importante personaje de toda la historia de la modernidad que empezó con aquello que se dio en llamar el Renacimiento. Así es que, para los que entienden lo que leen, Don Quijote quiere decir libertad de espíritu, la autentica libertad sin la cual la vida se convierte en una verdadera mierda.
En fin, vamos a ver como acaba la cosa. Alomejó, en el peor, o mejor, quién sabe, de los casos tengo que echar mano del portal Idealista, pero, no se preocupen que a mí, les puedo asegurar, me habrá merecido la pena.
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