miércoles, 23 de abril de 2014

Unforgiven



Leo el titular y con eso me basta: "El Papa Francisco: piedad contra impiedad". Esto de la piedad es algo que siempre había pasado por alto, como tantos otros conceptos ligados a la religión por otra parte, hasta que un día ya lejano di con un texto de María Zambrano a propósito de las diferencias entre el norte protestante y el sur católico. Pues bien, en el centro de esas diferencias, según ella, no hay otra cosa que la ausencia o presencia de la piedad como ingrediente destacable en el desarrollo de las relaciones humanas. A partir de esa lectura nunca he dejado de pensar en su significado, su evolución a través de la historia y, sobre todo, en cómo nos está afectando en la actualidad la valoración social del término. 

La piedad, no sé si se podrá decir así, es un término extraordinariamente polisémico, es decir, que se presta con facilidad a que cada cual lo tome a beneficio de inventario según mejor le convenga en cada ocasión. Por eso hace falta toda una María Zambrano para desmenuzarle y señalar, en la medida de lo posible, claro está, lo que es grano y lo que es paja. Para unos, por ejemplo, puede ser piadoso darle unas monedas a la jovencita rumana pletórica de salud que aposenta sus reales a la puerta del supermercado. Para otros, por contra, puede ser, que también lo dijo Jesucristo, enseñar al que no sabe, por más doloroso que le pueda resultar al enseñado digerir la lección, añado yo. Toda una infinidad de posibilidades de acción piadosa de las que habría que molestarse en examinar las consecuencias sociales a corto y largo plazo. 

En cualquier caso hay algo en lo que le ha sido fácil ponerse de acuerdo a una parte de la humanidad desde la noche de los tiempos, a saber, que si uno corre a apiadarse de quien está en un mal trance por el simple hecho de que está en un mal trance sin tratar de enterarse antes del porqué de ese mal trance, pues, entonces, corremos el riesgo de cometer una tontería que no beneficia a nadie sino todo lo contrario. Siempre se supo que hay mucho pícaro por ahí tratando de sacar provecho del sentimiento filantrópico, la mala conciencia, o lo que sea de los demás. Y también se sabe que aprender a salir por los propios medios de los malos trances es pedagógico a más no poder. Y también que al que se le perdonan sus malas acciones se le está enviando mensaje de que puede repetir la jugada. En fin, que el que se apiada, bien porque perdona a un insensato o alivia la miseria de un desgraciado, es casi seguro que será presa de una emoción agradable. Pero, ojo al parche, que ni las cosas son lo que parecen tras la primera impresión ni conviene hacerse ilusiones respecto a ciertas manifestaciones de la condición humana. 

Así es que siguiendo la pista al dichoso término he llegado a algunas conclusiones por las que, desde luego, no pondría la mano en el fuego por ser plenamente consciente tanto de mi escaso dominio de la materia teológica como de mi natural propensión a encontrar conexiones entre hechos diversos para establecer teorías que podrían dar algún sentido a lo que de por sí es dudoso que lo tenga. El caso es que en la antigüedad clásica de piedad poco y la biblia está plagada de ojo por ojo. Por no hablar de las historias de Heródoto que allí si por lo que fuese no eran los humanos los que hacían la justicia ya se encargaban los dioses de que nadie escapase sin su merecido. Y así iba el mundo, como en una película de Clint  Eastwood, sin perdón. En eso estaban y las cosas no iban ni tan mal. El Mediterráneo era un lugar seguro para el comercio, el Emperador había sometido a los señores feudales y el derecho se expandía por todo el imperio. Hasta que llegó Jesús y mandó parar. Dios perdona al que se arrepiente así que los humanos no son nadie para condenar. Además, que tire la primera piedra el que esté libre de pecado. Lo suyo, añadió, es el perdón. Apiadarse del pecador. Porque es que, además, perdonar es un acto puramente intelectual que salta por encima de los sentimientos más primarios. Perdonamos y nos liberamos de nuestro yo más animal. Nos parecemos más a Dios que, no nos olvidemos, nos hizo a su imagen y semejanza. 

Y vinieron los años del cristianismo y sí, mucha piedad y tal, que eso está muy bien, pero según con quién y cuando. Porque no es lo mismo perdonar las debilidades del próximo que del lejano, del amigo que las del enemigo. Aunque del lejano y el enemigo lo que sobre todo no se perdonan, a qué nos vamos a engañar, son sus virtudes. Y esas estando, llegó un momento coincidente con lo que se dio en llamar Renacimiento en el que algunos empezaron a considerar que lo de la piedad se había salido de madre y estaba en el centro de la corrupción y decadencia de las instituciones. Porque es que, además, con el desarrollo económico que se estaba produciendo se necesitaban leyes justas y seguras para el comercio. Y leyes justas y seguras y piedad es un oximorón, un imposible. Así, para empezar, suprimieron lo de la confesión por considerarla la coartada perfecta para no tener que responsabilizarse de los propios actos. En adelante, las picias que hasta entonces se habían redimido con el rezo de tres rosarios se pasaron a pagar con la horca. Una verdadera revolución a la que dieron el nombre de protestantismo. 

En fin, no sé qué pensaría el Papa Francisco si leyese esto. En cualquier caso yo, de apuntarme a algo, me apuntaría al "Sin perdón" de Clint Easwood, que no es otra cosa que aquello que dejó escrito el clásico: "...lo pagaba luego con la vida; remedio que calificó la experiencia por más saludable y mejor que la piedad y misericordia". Claro que, también, comprendo que siendo viejo y, por tanto, con muy pocas posibilidades de saltarse a la torera los preceptos, es muy fácil tomar partido. 
    

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