Cuando he entrado a desayunar al Silma, hacia las ocho o así, había en una esquina un grupito de supervivientes de la batalla que desde ayer por la tarde se ha venido librando por las calles del centro de Madrid. Andarían ellos por la cincuentena y les acompañaba una joven con pinta machorra, perdón, que escuchaba con atención las confidencias sentimentales que se hacían unos a otros con manifiesta intención por otra parte de hacer participes de ellas a toda la clientela de la cafetería. Al final ha resultado que entre todos no tenían un duro y han dejado la cuenta a medio pagar. Los camareros lo han aceptado con media sonrisa de circunstancias. Todo sea por el "orgullo".
Ayer veníamos comentando mientras rodábamos hacia Madrid esas peculiaridades de la condición humana que Ortega y Gasset dejó niqueladas en su "Rebelión de las masas". Libro, por si lo desconocen, clarividende y premonitorio donde los haya. La foule, the mob, la chusma, apoderándose -empoderandose, como dicen ahora los cursis- de los espacios públicos e imponiendo con ello sus detestables valores. Y en esas parece que estamos.
El caso es que, ya en casa, combatíamos el calor tirados en el sofá y viendo por la tele las evoluciones de la orgullosa canalla. El locutor que retransmitía en directo, chillón y vulgar a decir basta, bajo de una tacada de millón y medio a millón el número de concurrentes. Alguien le debió susurrar que atemperase. Incluso, el que dirigía el programa desde los estudios le rogó en un determinado momento que, por favor, no chillase tanto. Es que es la emoción contestó el aludido a modo de excusa.
En definitiva, a lo que quería ir, a ese aspecto, absolutamente detestable a mi juicio, de la condición humana que consiste en elevar la autoestima, o sentirse más seguro de sí mismo, si haces lo mismo que cuanta más gente mejor. Siempre, por supuesto, cosas que ni por asomo exigen el menor esfuerzo de la voluntad y la inteligencia y sí, por contra, de un meticuloso afilado de los colmillos. Coribantes y bacantes todos y todas para que nos entendamos. En eso consiste la felicidad de las masas rebeldes. Rebeldes y en apariencia triunfantes.
A Dios gracias ya hace mucho que comprendimos que nada es lo que parece a primera vista. ¿Orgullo de qué? ¿De dominar el cálculo infinitesimal? En ese caso sí que me quito el sombrero. Porque ese dominio sí que se puede considerar una anomalía por la dificultad de su conquista. Pero estar orgulloso de algo que te ha sido dado por la naturaleza, como ser alto, o guapo, o haber nacido en Cantabria, o tener determinados gustos de alcoba, me parece una solemne majadería... majadería que, por cierto, demasiada gente cultiva como haciendo de ello una profesión de por vida. ¿Tú que eres? Yo, cántabro. Yo, maricón. Ah, entonces no se hable más; esa anomalía os da derecho a pasar y poneros a la diestra del Padre. Y a vivir del cuento por los restos.
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