miércoles, 20 de marzo de 2013

El mayordomo Hudson



Hudson, el mayordomo de los Bellamy, es fiel como un perro, efectivo como un autómata y conservador como... ¿cómo quién? Se lo diré, como casi toda la gente que conozco, personas que, si no de condición, son de espíritu pequeñoburgués tirando para abajo hasta no sabría decirles qué abismos infernales. 

La lealtad ciega del perro, del esbirro, del autómata hacia su dueño, su capo, su líder natural. Su sustento asegurado. Es efectivo al cien por cien porque no se cuestiona nada. Las cosas son como son y así deberían continuar porque nadie puede mejorar lo que es designio divino. Maestro en el arte de envainársela, gruñe a los extraños, mata si le mandan matar, vigila día y noche y, en sus horas de asueto, husmea los ojetes de los que se le asemejan. 

La verdad, no me gusta Hudson, aunque admiro su dedicación y, en ocasiones, me duele confesarlo, siento cierta empatía con él cuando hace declaraciones de principios. Los principios, esa cosa tan a propia conveniencia. 

Se da la circunstancia de que los tiempos de Hudson son tiempos de zozobra. Como de cambio de época. Quizá todos los tiempos sean así, pero reconocerán conmigo que unos lo parecen más que otros. Tiempos en los que se desmoronan costumbres que se consideraban sagradas. ¡A dónde vamos a llegar! A la miseria física se le añade la miseria moral. La sociedad está tocando fondo. Evidentemente, sólo los ciegos no ven que se necesita un revulsivo: la guerra. 

La guerra. Qué la sangre fecunde la tierra. Que los jóvenes conozcan lo que se siente en el campo de batalla ya que sus padres no sirvieron para ponerles las manos encima. No quieres caldo, pues toma taza y media. O dos, o cien tazas. Y mientras, yo, Hudson, mirando desde la barrera como se retira el sobrante camino del matadero.






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