lunes, 16 de febrero de 2015

Frenética ansiedad



Podría pensar que a uno le viene de familia, pero sólo sería una conjetura. Lo que es un hecho evidente es que, como mis padres, desde una edad bastante temprana he tenido una irresistible propensión a recluirme en casa. Lo que no quiere decir que no disfrute saliendo a dar una vuelta, haciendo una excursión o charlando un rato con los amigos. Pero, eso sí, siempre con la expectativa de que a la caída de la tarde, en el caso más extremo, volveré a casa y me distenderé con mis cosas antes de ir a dormir. Comprendo que en estos tiempos que corren tal manera de ser sea considerada como el colmo de la pequeñez. Llegar a estas edades avanzadas sin haber batido ni siquiera una vez el pavimento de las calles de New York te convierte automáticamente en un ser insignificante para la inmensa mayoría. 

Cuando era joven lo primero que hacía nada más despertarme era ponerme frente al espejo, agarrar la lima y dedicar un rato a poner los colmillos a punto. Como cualquiera del montón, al principio tuve acceso a tres o cuatro buenas yugulares, pero después todo fueron expectativas frustradas con su corolario de frenética ansiedad. Lo normal, supongo, cuando uno retrasa los pasos necesarios para cambiar de etapa. Toda esa experiencia acumulada mientras los colmillos conservan su brillo se disuelve en la nada de la ansiedad si no te retiras a tiempo a tus dominios. Las buenas digestiones, como todo el mundo sabe, necesitan del reposo. 

Desde luego que no abomino de todas las tonterías que hice durante los años de colmillos rutilantes, pero sólo porque reconozco el inigualable poder pedagógico de las equivocaciones. Me duele, eso sí, al pensar en el tiempo perdido por haber sido lento de reflejos. Cuando uno va derrotado y algún tipo de necia esperanza le hace retrasar la retirada es como una doble derrota. Enderezarse después, para volver a vivir, es una penosa tarea. Reconstruir la voluntad a golpe de dolorosa disciplina para conseguir algún tipo de hábito que te libere de ti mismo, eso, tela marinera. Pero no se me ocurre otra opción si no quieres andar por ahí dando el cante como los viejos rokeros que nunca mueren porque ya hace mucho que están muertos.  

En definitiva, que por herencia, experiencia o lo que sea, ahora sé que cada edad tiene su afán y el de la mía es el observar el mundo desde la distancia de una mecedora ikea, eso sí, con todas las ortopedias a mano por si las necesitas para afinar la percepción. Todo lo demás que intentes, volver a equivocarse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario