Cuando era joven lo primero que hacía nada más despertarme era ponerme frente al espejo, agarrar la lima y dedicar un rato a poner los colmillos a punto. Como cualquiera del montón, al principio tuve acceso a tres o cuatro buenas yugulares, pero después todo fueron expectativas frustradas con su corolario de frenética ansiedad. Lo normal, supongo, cuando uno retrasa los pasos necesarios para cambiar de etapa. Toda esa experiencia acumulada mientras los colmillos conservan su brillo se disuelve en la nada de la ansiedad si no te retiras a tiempo a tus dominios. Las buenas digestiones, como todo el mundo sabe, necesitan del reposo.
Desde luego que no abomino de todas las tonterías que hice durante los años de colmillos rutilantes, pero sólo porque reconozco el inigualable poder pedagógico de las equivocaciones. Me duele, eso sí, al pensar en el tiempo perdido por haber sido lento de reflejos. Cuando uno va derrotado y algún tipo de necia esperanza le hace retrasar la retirada es como una doble derrota. Enderezarse después, para volver a vivir, es una penosa tarea. Reconstruir la voluntad a golpe de dolorosa disciplina para conseguir algún tipo de hábito que te libere de ti mismo, eso, tela marinera. Pero no se me ocurre otra opción si no quieres andar por ahí dando el cante como los viejos rokeros que nunca mueren porque ya hace mucho que están muertos.
En definitiva, que por herencia, experiencia o lo que sea, ahora sé que cada edad tiene su afán y el de la mía es el observar el mundo desde la distancia de una mecedora ikea, eso sí, con todas las ortopedias a mano por si las necesitas para afinar la percepción. Todo lo demás que intentes, volver a equivocarse.
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