Aquí, qué duda cabe, tengo los afectos. Afectos que, quiero dejar bien claro, sólo se refieren a las personas. Para mí, ligarse afectivamente a objetos o territorios no es sino el signo por antonomasia de la miseria espiritual. Lo que no quiere decir que no tenga un gran aprecio por mi guitarra, mi bicicleta, mi plasma, mi ordenador... pero sólo en la medida que les utilizo y, desde luego, nunca dudo un ápice en cambiarlos en cuando considero que otros más modernos me pueden servir mejor. Así que son las personas lo único que me puede retener en algún sitio, aquí, concretamente, ahora. Y, eso, mucho me temo, es un signo incontestable de decadencia, falta de autoestima, de confianza en las propias fuerzas para explorar nuevas experiencias en solitario que es lo que, en definitiva, impulsa el deseo de seguir viviendo. Se te agota esa confianza en ti mismo y vas a buscarla en los otros, los más próximos, los que más a tiro se ponen. Es el gran drama de la vejez, que todo induce al vampirismo puro y duro, pero, además, con unos colmillos inservibles... o sea, siempre con las mismas historias, condenado al más cómico de los ridículos.
No, los afectos personales, a mi entender, no son ni temporales ni espaciales. Están siempre ahí, sea cual sea la circunstancia. Son una referencia que, digan lo digan y crean lo que crean algunos, por lo general la proximidad debilita y la distancia fortalece. Porque nada, bien sure, es más vulnerable al uso continuado. En fin, para que nos entendamos, que a mi particular entender es absurdo convertir a los afectos en un ancla que te ate a un lugar concreto en el que, por lo que sea, no encuentras estímulos para seguir experimentando.
Pues sí, me parece que en mi caso lo mejor sería volver al Camino. A morir con las botas puestas, como se suele decir.
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