Patología, por desgracia tan presente. Y no por su volumen sino por lo que se nota. Tu vas por ahí estos días premonitorios de la gran orgía y a nada que te fijes un poco ves a los pájaros saltar enloquecidos de rama en rama sin aparente objetivo, pero no, lo hacen para coger forma en vistas a lo que se avecina. Sin embargo, con dos o tres que haya que no pueden saltar ya está montado el conflicto. Su natural sufrimiento se torna pronto en envidia, en rabia, en resentimiento y, a la postre, en maquinaria de destrucción masiva. Dos nada más y ya está montado el lío. Sólo hace falta que se intercalen dos días malos entre la bonanza que aumenta para que el virus se extienda y, entonces, ya que no podemos vamos a ver si jodemos a los que pueden. Éste es el mecanismo, no hay otro, por el que se llega a las guerras. Gente que no puede y por eso grita ¡podemos! Podemos impediros que hagáis lo que nosotros no podemos hacer. Ese es nuestro único consuelo en esta vida, vengarnos en los otros de las carencias con las que quiso castigarnos la madre naturaleza.
Es lo que tiene la vida, que el hecho de que cada vez comprendamos mejor los mecanismos que la hacen girar no nos pone a resguardo de los previsibles fallos y sus nefastas consecuencias. Y ahí sí que es donde a uno, sin querer, se le va el pensamiento hacia la necesidad de un Dios que todo lo diseña. Es una estupidez, seguro, pero qué va a hacer uno cuando ya está contagiado. Buscar consuelo, bien sure. Todo lo que nos esta pasando, dice el autor de tiempo de amar, tiempo de morir, es porque le hemos dejado de lado y sólo una derrota nos va a aclarar el pensamiento para que volvamos humildes y humillados a ponerle en el centro de nuestras vidas.
En definitiva, tiempo de amar, tiempo de morir, una obra de arte deprimente a más no poder. Pero muy oportuna, sobre todo cuando cunde la infección a causa de un largo invierno.
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