Toda la vida he sido un cegato. A los once años me colocaron las primeras gafas y desde entonces no pararon de crecerme la dioptrías. Luego vino la presbicia y por fin las cataratas. Como estas progresiones se toman su tiempo uno se va acomodando a la insuficiencia sin mayores alharacas, pero un buen día alguien te dice, mira aquello, y entonces tienes que contestar con un ¿qué? porque en aquella dirección no ves nada de particular. Total, que anteayer me cambiaron el cristalino y, ¡madre mía lo que veo ahora! Apenas un cuarto de hora de intervención en la que no notas nada, unas cuantas gotas después y a las 24 horas empiezas a comprobar el milagro. Si esto no es para incrementar la confianza en el ser humano ya me dirán, entonces, para qué es.
Y sin embargo, el común de los mortales se toma estas cosas como algo natural, es decir, sin darle la menor importancia, como si fuese algo caído del cielo, como la lluvia. ¿Quién sabe, por ejemplo, el nombre de la persona a la que se le ocurrió la forma en que se podía cambiar el cristalino? Yo no, desde luego. Prefiero saber que un tal Toribio trajo a Liébana en el siglo V el mayor trozo que se conoce de la cruz en la que, dicen, murió Jesucristo. Y, por si se me hubiese olvidado, hoy, con motivo de las fechas que transcurren, me lo recuerdan todos los medios de comunicación. Y no te digo, ya, toda la gente que se acercará estos días a aquel lejano santuario a adorar ese madero sagrado por suponer que de tal homenaje se van a derivar no pocas ventajas para sus vidas.
Recuerdo aquellos años en los que andábamos sacándonos la costra clerical por el ingenuo procedimiento de hacer escarnio de todo lo sagrado. Habíamos leído aquel libro de Roger Peyrefitte, Las Llaves de San Pedro, y nos habíamos partido el culo de risa. Sostenía Roger con datos convenientemente constatados que con todos los trozos de la santa cruz que se adoran por las diversas iglesias del mundo se podría construir un puente similar al que los prisioneros ingleses habían tendido sobre el río Kwai. Y sin embargo, ajeno a las risas de los descreídos, el invento sigue funcionando a las mil maravillas. Que se lo digan si no a los hosteleros de las mil Liébanas repartidas por el mundo que ven como se multiplica la clientela estos días señalados.
Esa es la cuestión, que quizá nos reíamos porque no comprendíamos nada. Lo más seguro es que, lo mismo que en la literatura, a la vida, si a lo estrictamente racional no le añades un componente mágico la desvirtúas por completo. Porque lo racional, por definición, es ajeno a todo tipo de especulación filosófica, lo cual, a larga, es de suponer que seca el cerebro. Sin embargo, con lo mágico es todo lo contrario. Nos podemos pasar la vida dándole vueltas tratando de encontrarle los significados ocultos y siempre estaremos en las mismas, pero, entretanto, habremos ejercitado el intelecto y, quizá, entendido un poco más sobre lo que somos.
En fin, lo que cuesta empezar a ver un poco.
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