Todo esto del yihadismo, como todos los procesos a la desesperada, tuvo un comienzo espectacular, una ascensión vertiginosa, un pico efímero y una dégringolade rutilante que es en lo que a mi juicio estamos ahora. Después, me imagino, vendrán tiempos de penuria extrema en los que el personal recapacitará sobre las soluciones mágicas e iniciara el camino de la recuperación por las vías habituales del sacrificio.
Pensaba en estas cosas ayer espoleado por un documental sobre las mafias que trafican con Captagon por todo el Oriente Medio. El Captagon es una especie de metanfetamina como la que fabricaba Walter White en Albuquerque. Con unos conocimientos básicos de química y unos pocos miles de euros fabricas una sustancia psicotropa que sólo necesita ser criminalizada por las autoridades para multiplicar por millones la inversión. Y en eso están los Walter White sirios y turcos, haciendo su agosto a costa de la desesperación de los yihadistas que ven su causa no ya estancada sino en franca decadencia. El asunto recuerda un poco a lo que pasó en Vietnam cuando el estancamiento de los frentes llevó a los combatientes americanos al consumo inmoderado de estupefacientes, cosa que, como sabe cualquiera que lo haya experimentado, es el camino más rápido hacia la introspección y el desistimiento patriótico.
Aquí a todo el mundo se la suda la religión, venían a decir todos los yihadistas cuando eran interrogados acerca de un consumo prohibido terminantemente por la religión por cuya extensión y prevalencia creemos en occidente que están luchando. La conclusión que se sacaba al escucharlos es que se sienten atrapados en un infierno que sólo se alivia por medio del captagon y las esclavas sexuales. Muy parecido, como digo, a lo que vimos en tantas y tantas películas sobre la guerra de Vietnam. Un conflicto que cada día extiende su podredumbre sobre más territorio abonando así el terreno para las mafias que serán, a la postre, las que partirán el bacalao con su dinero blanqueado una vez que todo haya terminado por agotamiento.
Así son las cosas de la vida que nunca cesan de repetirse. Por tal es que en llegando a la edad provecta es tan difícil ver cosas nuevas. Sorprenderse que le dicen. A lo más que se puede aspirar es a sacar la lupa y demorarse en la contemplación de los pequeños detalles que adornan el retablo. Así, a veces tiene uno la ilusión momentánea de estar ante algo novedoso. Los pequeños detalles, ya saben, los ladrillos con los que la gente pequeña construye sus castillos en el aire. En fin, qué vida ésta más previsible.
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