Apenas habían dado las siete cuando he entrado a desayunar en El Trébol. El único cliente era un taxista que estaba contando batallitas a los camareros. Batallitas sobre ciclistas. Poniéndoles a parir, se sobreentiende. Los camareros entusiasmados le daban la razón añadiendo más anécdotas al fuego. Además no llevan casco que es obligatorio, ha añadido el taxista como para remachar sus incuestionables tesis. Entonces he intervenido: en territorio urbano sólo es obligatorio para los menores. Ha sido como una estocada que más que aplacar ha revuelto a la fiera. Al cabo de unos minutos he vuelto a intervenir: ya, pero de una forma u otra tendremos que acabar siendo como las ciudades europeas. El silencio entonces ha sido sepulcral durante un minuto o así tras el cual el taxista ha sentenciado: nos falta mucho para eso.
Salgo a la calle pensando que es evidente que aquí, en España, todavía no ha calado el discurso eurofobo entre las gentes menestrales. Les mentas Europa y les desarmas. Nada que ver con Francia, Inglaterra, Italia, incluso en Alemania, en donde cada vez más gente se apunta a acusar a sus vecinos de sus males. Los frentes nacionales al estilo del que aquí tiene montado la chusma catalana respecto del resto de los españoles. Gente que ha encontrado ese alibí de la xenofobia para canalizar el malestar que les produce la sensación de ir a menos. O peor todavía, la sensación de que no te va tan bien como a los que antes les iba peor que a ti. No sé, es complicado todo esto, pero juraría que aquí, que somos mucho más sabios en casi todo, los ciclistas y cosas por el estilo se sobran y bastan para ejercer de chivo capaz de aplacar a las furias.
Sea como sea, sigo pensando, lo que no entiendo es por qué, según mi experiencia, en ningún sitio de España son capaces de hacer un café con leche tan bueno como lo hacen en cualquier cafetería de Madrid. A lo mejor tiene que ver el agua. Es lo mismo que el pelo, que te lo lavas con el mismo champú y en Madrid queda como la seda. Pero algo más tiene que haber, en lo del café que no en lo del pelo. La profesionalidad de los camareros, sin duda. Por eso me ha extrañado que estuviesen tan excitados, todos, con lo de las bicicletas. Sí, ha dicho uno de ellos subiendo el tono, pero yo tengo que venir en coche porque a las seis no hay transporte público y no puede ser que se te pongan delante con esas luces blancas que casi no se ven. Se notaba de lejos que andaban todos ellos, como el taxista, muy cabreados por algo que, a buen seguro, nada tenía que ver con las bicicletas. Quizá, me he dicho, es la fase del ciclo económico que estamos atravesando. Los medios no se cansan de anunciar la buena nueva de la recuperación y a ellos, a los menestrales, nadie les sube el sueldo. Ne les cuadra y se cabrean con razón. Se nota, se siente, que está a punto de comenzar el baile reivindicativo. De hecho por la Europa de arriba ya empezó hace unas semanas. Trenes, aviones y demás, han estado parados unos cuantos días. Y el capital ya lo tiene descontado y por eso la bolsa ha comenzado a estancarse y pronto empezará a bajar. Todo, en definitiva, es como el mecanismo de un reloj. Una rueda que mueve a otra y ésta a una tercera. El crecimiento económico promueve el cabreo menestral que a su vez suscita la retirada del dinero, preludio de la crisis que amansa a las fieras y vuelta a empezar. En fin, sólo cabe esperar que la calidad del café con leche no se vea afectada por ello. La calidad del de Madrid quiero decir, porque lo que es... bueno, no señalaré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario