A red splash in the western horizon. Así comienza un cuento de Narayan sobre los últimos tiempos de la vida. Días largos meramente contemplativos. Un espacio privado y vacío con una ventana por la que se ve cómo cada tarde se tiñe de rojo el horizonte. El resto, un cuenco de arroz hervido y los gritos apagados de niños que juegan en alguna parte. No hay dolor ni alegría, simplemente la dulce tristeza de la aceptación.
Desde que lo leí nunca pude quitarme de la cabeza ese cuento. Un compendio de sabiduría en mi nada modesta opinión. Saber retirarse a tiempo, cuando todavía se puede distinguir. Eh ahí la clave de bóveda de una vida cumplida. Si te equivocas en eso dejarás un rastro de malestar que envenenará los recuerdos de los tuyos.
Realmente difícil, sin embargo, acertar con el momento. Aunque más vale, creo, no alumbrar al santo que quemarle. ¡Dios mío!, me digo cada vez que voy en el tren y veo a esas recuas de viejos decrépitos arrastrando maletones mientras invariablemente se equivocan al elegir su asiento. ¿A dónde van con esa inútil carga convencidos sin duda de que todavía les queda alguna tela por cortar? No estarían mejor en su casa contemplando el red splash, pienso. Pero luego me doy cuenta de que quizá en su casa les falte los gritos de los niños que juegan en el jardín. No supieron cumplir los ciclos y les pasa lo que les pasa, que arrastran por el mundo el espectro de la muerte sin darse cuenta de lo que ensucian.
Por cierto, que en mi último viaje en tren casi me parto la espalda subiendo la maleta al maletero. Demasiado equipaje.
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