viernes, 20 de noviembre de 2015

Realidad metafórica

Barcelona huele a mierda y no, precisamente, en sentido metafórico, que también. Y no es una radicalización del característico olor a alcantarilla que por épocas veraniegas suele perfumar los barrios antiguos de la ciudad. No, esta vez se trata de verdadero olor a mierda, como si las personas que tienes alrededor se hubiesen cagado encima. Que también puede ser, aunque esta vez, sí, sólo en sentido metafórico. 

Cuando tuve la genial idea de irme a vivir a un pueblo de la Segarra, en plena Serralada Central, a unos cien kilómetros de Barcelona, no sabía lo que se me venía encima. Aquella naturaleza era de una belleza epoustuflante. La casa estaba en la ladera de un cerro sobre el que sobrevivía una aldea medieval de media docena de vecinos. A lo lejos todo eran bosques desde los que, por las noches de verano, llegaban los inconfundibles trinos del ruiseñor. Era todo idílico a reventar salvo por las granjas de gallinas ponedoras que había a unos cien metros a poniente del pueblo. Como buen aficionado a la bicicleta, siempre lo digo, lo primero que hay que hacer antes de tomar una decisión sobre a donde vas a ir es tener en cuenta en qué dirección va a soplar el viento. Pues bien, en aquella aldea predominaban los de poniente, o sea, que antes de llegarnos se habían impregnado de los efluvios que emanaban de las granjas. Pura poesía. 

Pero lo de las granjas no era nada por comparación a lo que me sobrevino un buen día de principios de otoño. De pronto vi aparecer un tractor arrastrando una cuba que, de inmediato, se puso a lanzar un chorro negruzco sobre las pequeñas parcelas cultivables que rodeaban la aldea. Fue visto y no visto: el hedor que empezó a inundarlo todo era tan desagradable que casi impedía respirar. Cerrar todo a cal y canto de nada servía. Traspasaba las paredes. La única solución, agarrar el coche y largarse para Barcelona. Luego me di cuenta que era práctica común cada sí y cada no y que no se hacía por fertilizar los campos sino para deshacerse de los millones de toneladas de purines que generaban los millones de marranos que los catalanes criaban para abastecer la industria cárnica alemana y holandesa. Lo que se dice una economía desarrollada a golpe de I+D. Y de allí al Pirineo no quedaba una sola fuente de agua potable. 

El caso es que andaba tan desesperado con mi flamante equivocación que busque alivio a mis penas tirando de papel y pluma. Le escribí al director de La Vanguardia una sentida apología de la mierda y, curiosamente, la publicó. Le decía que, si Jesucristo hubiese largado el Sermón de la Montaña por los parajes de la Serralada Central, la primera bienaventuranza hubiera sido para los que padecen anosmia porque ellos podrían recrearse en la belleza de aquellos parajes sin par. En fin, las típicas chorradas del que en vez de actuar -hacer las maletas- se dedica a esparcir la pestilencia. Anyway, una cosa les aconsejo, al campo de Cataluña, lo más, lo más, de paso y a toda leche. So pena, ya digo, de que padezcan anosmia, que entonces sí que puede ser recomendable. 

En resumidas cuentas, que en estos días que corren sin nada de lo que vanagloriarse, en Cataluña me refiero, la peste del campo ha roto las murallas e invadido la ciudad. Como si hubiesen ganado los carlistas. Y el común de las gentes anda perpleja porque ya no distingue si es metáfora o realidad. Así, el editorial de La Vanguardia se dedica hoy a advertir a los catalans y catalanes sobre la desesperada huida de empresas hacia otros puntos de la geografía. Y no por nada sino porque una empresa no puede sobrevivir donde el olor es pestilente... que ya hay quien dice que es a causa de la descomposición del proces. A saber, porque las autoridades, por el momento, no han sido capaces de identificar las causas, así que, todo conjeturas que es más literario. 

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