No es que me detenga mucho con la lectura de los periódicos, pero una pasada por sus cabeceras a la búsqueda de algo que me pudiera interesar la doy cada día con resultado de frustración por lo general. Que si lo de Cataluña, que no sé quién ha dado una patada a no sé cual, que si comer queso tiene los mismos efectos que pincharse heroína, que si los diez lugares de España en donde se comen las mejores patatas bravas. Todo realmente prescindible. Pero de repente mi vista cae sobre algo que me interesa: ¿deben ganar todos los maestros igual o deben hacerlo según los resultados que obtienen?
Como era de esperar las respuestas no han tardado en llegar con la contundencia propia del automatismo. La bancada de la derecha ha apretado al unísono el botón del sí, la de la izquierda, el del no. Como si esos caletres no dieran para más. Pero la cuestión, sin embargo, en mi nada humilde opinión, tiene toda la enjundia del mundo y por ello debiera ocupar la parte central de todos los debates políticos.
La cosa, para empezar, es tan sencilla como preguntarse por las causas de que en un planeta tan pequeño puedan darse distancias tan insalvables como las que hay entre Suiza y Venezuela o Dinamarca y Guatemala. ¿El clima tropical acaso? Pues no, porque tropical es Singapour y regorge disciplina. No necesitó de cuatro siglos de calvinismo para convertirse en lo más de lo más. Al parecer, un poco de confucianismo le bastó: exaltación de la virtud, respeto de la jerarquía y cumplimiento de los rituales. Ya saben, el reconocimiento del carácter sagrado del tú y el usted, no tirar colillas por el suelo y cosas por el estilo.
Resultados. ¿Cómo evaluarlos? Porque hasta ahora, según mis informaciones, sólo se mide la altura de llegada -PISA- sin tener presente el nivel de salida. Ni los eriales ambientales que tienen que atravesar muchos alumnos. Y, luego, que no creo que la educación tenga mucho que ver con el corto plazo. Porque no sólo es cuestión de que los niños aprendan cálculo sino también acerca del uso adecuado de ese conocimiento adquirido.
La enseñanza, para que nos entendamos, tiene su técnica, pero sobre todo es un arte. Como la guerra. Por muchos medios que se empleen, si no hay genio se sale derrotado. Y si lo hay, se sale victorioso y, entonces, con lo que te paga Narciso tienes para dar y tomar.
Así que, si de mí dependiera, no entraría en otras consideraciones respecto a la enseñanza que en las que hacen referencia a la idoneidad de los enseñantes. Sin duda debieran estar entre los más dotados de genio. Los número uno en cada cosa. Los mejores, en definitiva, para enseñar y no para gobernar como quería Platón. Porque, presumo, con buenos enseñantes la tarea de gobernar debe ser cosa de niños.
Y ya digo, cuando paga Narciso, hablar de dinero da risa.
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