Anoche estuve un rato viendo una película curiosa. Las protagonistas eran dos mujeres, digamos que de carácter. Es decir, personas que sabían hacerse sumamente atractivas sin necesitar para ello acercarse a los cánones de belleza al uso. Su oficio era toda una novedad para mí que, de inmediato, al tomar conciencia de él, suscito todo mi respeto y simpatías. Lo más aproximado sería decir que eran psicólogas especializadas en el difícil arte de enseñar a pasar página.
Enseñar, o ayudar, a pasar página a personas atormentadas por problemas relacionales o de cualquier otro tipo. Claro que hay grados y, en la película, que para eso era película, no por ser los problemas los comunes dejaba de sentirse la alta temperatura que producían en quienes los sustentaban. Gente mal educada, supongo, y por ello incapaces de aceptar el propio fracaso como la sal de la vida y por tanto obstinados en sostenella aun a costa de la alta pestilencia que engendraban. Total, que las buenas señoras se las apañaban para encandilarles y así sacarles de su marasmo. El amor, o el encoñe, como terapia. Un vez fuera, ya sólo necesitaban explicarles que ellas no eran sino una ayuda pasajera que tenía continuar su camino en busca de nuevos clientes. En fin, no voy a entrar en cuestiones de material y métodos porque para eso mejor ver la peli. Baste con quedarse con que lo de pasar página es algo que se puede aprender incluso cuando las circunstancias de la vida te han hecho obstinadamente pétreo.
Y en esas estamos una vez más, intentando pasar página, porque una vida cumplida es un libro y un libro que merezca tal nombre tiene que tener bastantes páginas. Si no, será sólo un librillo. Y eso nadie lo quiere ser.
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