A mí todo esto de la playa tengo que confesar que, cuando niño y adolescente, me rechiflaba, luego, de jovencito, también, pero por las chavalas y, ya, hacia los treinta o treinta y tantos empezó a producirme sentimientos encontrados que no tardaron en desembocar en un discreto rechazo de todas esas salvíficas propiedades que se le achacan. Hoy día, todo lo que no sea pasear fuera de temporada por las kilométricas orillas de esos arenosos sables que se forman en los estuarios de los ríos me parece un soberano tostón al que a veces me someto porque soy consciente del poder integrador de la contemporización con las preferencias de los demás.
Preferencias que no creo equivocarme si digo que están entre esas que podríamos etiquetar de fetiches, es decir, que no tienen vuelta de hoja porque se ha dado en considerar que la rentabilidad de su cumplimento es tal que cuestionar su autenticidad es casi actividad suicida... a efectos sociales quiero decir. Así es que las únicas reticencias que he escuchado en mi vida al respecto fueron de boca de un extraterrestre llamado Poirot que al ver a unos veraneantes dormitando al sol en una playa del Adriático dijo a su acompañante: like walking dead, n´est pas? Bueno, a mi padre tampoco le iba ese rollo, pero es que él también era un poco extraterrestre.
En resumidas cuentas, lo que ni Poirot, ni mi padre, ni yo, por muy extraterrestres que pudiéramos ser, podemos poner en cuestión es el enorme poder de atracción que tiene la playa sobre el común de los mortales y las gigantescas repercusiones que eso tiene sobre la economía mundial. Lo vio ya Homero y por eso se inventó lo de Nausicaa y sus amiguitas jugando en la playa a la espera del héroe que por fuerza tendría que llegar en forma de Odisseo. Fue el primer gran anuncio del turismo de playa y no ha importado que todo acabase en un gran chasco para Nausicaa. Porque es que los héroes a la playa sólo llegan cuando vienen de un naufrágio. Y sólo permanecen en ella el tiempo necesario para recuperar el conocimiento. O despertar a la vida.
En fin, que me lo pensaré.
Creo que fue también en una playa junto a Cartago donde Eneas se encontró con su madre, Venus, esa escena que acaba con uno de los versos más hermosos de la Eneida: "et vera incessu patuit dea", "y en su andar se vio patente que era de verdad una diosa".
ResponderEliminarEn fin, que las playas dan mucho juego literario, pero tanto la playa de Eneas como la del divino Odiseo eran playas desiertas o casi, en las que como mucho te encontrabas a una diosa disfrazada de doncella o a un grupo verdadero de éstas. Con respecto a las modernas, coincido en todo contigo: yo pasé los veranos de la infancia, divertidos como pocos, en la de Ondarreta; pero cuando llegué a mi primera juventud, aborrecí de ella y, aunque eso me costó perder alguna novia en la juventud -ni Venus ni Nausicaa, empero- no he vuelto ni pienso hacerlo. Eso, como te puedes imaginar, tiene que ver con mi intratable odio a la multitud, algo que evito muy bien, incluso en el país en el que vivo. La única multitud que no puedo evitar es la de la clase turista en los aviones; una de las pocas cosas que envidio a los millonarios es el poder viajar en su cubículo privado en la sección de primera clase del avión. A lo mejor de esa manera me aficionaba a los viajes. Vete tú a saber.
El tema de los andares merece un estudio aparte. Sin duda es una de las cosas que más diferencia a las personas. Por cierto que esas diferencias se van a usar ahora para identificar. Dicen que es más fiable que las huellas o el iris. El andar es algo que se aprecia de lejos, cuando la cara todavía es un borrón. Personalmente creo que la forma de andar tiene mucho que ver con el carácter, el estado de ánimo, la autoestima y un montón de cosas más. Un libro abierto sin duda.
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