martes, 3 de septiembre de 2013

El tiempo que no pasa



Creo que nunca leí o escuche mejor consideración sobre el tiempo que pasa que la que hace Thomas Mann por boca de uno de los personajes de la Montaña Mágica. Si estás ocupado en algo que te apasiona, dice, el tiempo vuela a velocidades tan siderales que ni siquiera le notas, cuando te quieres dar cuenta ya pasó el día, pero, después, pasados los meses o años, lo recordarás con intensidad como el tiempo rico en experiencias que fue. Sin embargo, cuando no haces nada, el tiempo se va estancando hasta que llega un momento en el que cada segundo se convierte en una eternidad y, por lo general, no haces sino darle vueltas a la cabeza con la intención de que se te ocurra cualquier cosa con la que poder entretenerte. Luego, pasan los meses, los años, y ese será un espacio en blanco, como si hubieses estado muerto. 

Pienso en estas cosas porque es un manido tema de conversación en los círculos que frecuento,  casi siempre de gente mayor. Gente que ya lo tiene todo resuelto por así decirlo. Una aspiración las más de las veces largamente acariciada y por fin conseguida. ¿Y ahora qué? Todas las invectivas puestas en práctica para entretenerse se suelen mostrar ineficaces a efectos de abstraerte de la propia realidad y los propios dolores. Vas de aquí para allá y llevas contigo la losa de no poder dejar de pensar en ti, es decir, en lo que te falta. Y sueñas con esa actividad que desconoces cual pudiera ser pero que si dieses con ella a buen seguro te sacaría de las angustias de la ociosidad... o del tiempo que se estanca y trae aromas de muerte. 

Así es que de todas las paradojas de la vida, se me antoja que la más cruel es la de conseguir el paraíso soñado. Y por eso es, precisamente, que sea tan importante soñar con paraísos a los que nunca se acaba de llegar por mucho que se avance. Agonizar para vivir en definitiva. No hay otra. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario