domingo, 30 de marzo de 2014

Historias del país



El pasado viernes me apercibí de que justo aquí al lado,  concretamente en la explanada que hay cabe al campo de fútbol, se estaban haciendo los preparativos para la celebración de algún tipo de evento. Lo habían rodeado todo de vallas por encima de las cuales se podía intuir que la cosa iba de camiones del tipo conocido como poid lourd. Me temí lo peor y no andaba errado porque, no sé en que consistiría el espectáculo, pero el ruido que nos vimos obligados a soportar durante toda la jornada de ayer les puedo asegurar que no fue cosa baladí. Hoy, recién dadas las ocho y media, ya he escuchado los primeros bocinazos. Claro, para un sólo día no iban a movilizar tantos recursos. Desde luego, convendrán conmigo que  la cosa tiene perendengues. Te pasas la vida estudiando y trabajando duro para poder comprarte una vivienda en un barrio supuestamente chic y ¿cuales son los resultados? Se lo diré: que te tienes que tragar quieras o no quieras todos los gustos de la chusma. Porque esa es la cuestión, que la chusma sólo se divierte si es consciente de que está fastidiando a los que odia, es decir, a la gente que tira del carro, o sea, los que usan la cabeza para trabajar. Yo, estas cosas las comprendo perfectamente porque me puedo poner en el lugar de los inferiores y notar como me hierve la sangre por todas las cosas buenas que me están vedadas. Lo que me cuesta entender es que el Sr. Alcade, que parece handsome y smart, no se dé cuenta de que a la fuerza motriz hay que mimarla porque, si no, coge y se va, que no por otra cosa es que la ciudad haya pasado en pocos años de liderar el ranking al pelotón de las más torpes. 

Son las cosas del país. O de "El País" si mejor quieren, que a nada que convenga se le hurta la causa al suceso y Santas Pascuas. A tal efecto me manda Jacobo hoy el enlace a una noticia que no tiene desperdicio: "Bernabe Sáez, toda una vida buscando a sus hermanos fusilados". Dos años antes de morir, Bernabé había escrito en un diario riojano: "Tengo 84 años y no quisiera morirme sin saber dónde se encuentran los restos de mis dos hermanos asesinado. (...) Mi madre ya murió y dos de mis hermanos pequeños también. Pero existe un sufrimiento difícil de explicar que se va larvando en mi interior y que se engrandece conforme pasan los años. Un dolor que sólo se paliará cuando sepa el paradero de mis hermanos asesinados. ¿Puede alguien ayudarme?”. El porqué de las cosas, ¡ay!, más vale no meneallo. Indagase Bernabé, o el periodista que escribió el reportaje, el meollo del asunto y lo más probable es que se jodió Jeremías. Les fusilaron por algo que más vale silenciar porque de lo contrario no se silenciaría. En las guerras, ya se sabe que es cosa de buenos y malos y viceversa. Los hermanos de Bernabé, a buen seguro, estaban en medio de la melé y eso suele salir caro. Pero si el verdugo es "franquista", por definición, claro está, exime de toda responsabilidad a la víctima. Esa es la teoría imperante en el país. O en "El País" si mejor quieren. Y mientras tanto a Bernabé se le iba larvando un sufrimiento interior difícil de explicar porque nadie se tomaba la molestia de explicarle. Y suma y sigue. 

Por lo demás, historias intrascendentes en las que sólo te fijas cuando andas aburrido, o falto de voluntad, o deprimido, o vago de cojones, o idiota perdido. Sin disculpa en cualquier caso. Como lo de Bernabé. O lo de los poid lourd. 

sábado, 29 de marzo de 2014

Diversas agonías



Hay un personaje del libro que estoy leyendo que dice "...me pregunto de que nos puede servir nuestra longeva buena salud..."
Está en el ajo ya en los años cuarenta.
Actividad personal?... actividad compartida?

Me vas a perdonar, querido Pedro, que utilice tu misiva para explayarme a propósito de lo que tanto nos concierne de cara a sentir que seguimos estando vivos. ¡Qué difícil, madre mía! Pedaleo hacia el café que espero compartido y veo a ese jubilado que aparca el coche, saca el perro, le ata el collar y se dispone a pasear con él por la Corniche. No hay otra parece ser para la inmensa mayoría que aparenta un bienestar casi beatífico. La verdad, no me resigno. Necesito despotricar para así allanar el camino de la huida. 

Ya sabes que para mí Santander es un puñado de amigos. Las circunstancias han hecho que aquí confluyan casi los únicos que pude mantener a lo largo de lo vida. No importó cuales fueran los trances ni las distancias, la amistad saltó por encima de todo ello y perduró. Así es que ahora son apoyo, acaso consuelo, pero sobre todo inspiración. No necesito confesarlo porque seguro que se me nota, si no fuese por los amigos quizá fuese Santander uno de los últimos sitios en los que se me hubiese ocurrido asentar mis reales. Ya lo dije alguna vez, que no es ciudad para viejos. Para jóvenes, si no se conforman con lo de coger olas, supongo que tampoco. Pero es que, además, si miras la costa atlántica europea, del Cabo Norte al San Vicente, quizá no haya ciudad de apariencia más cutre... acaso Bilbao o Gijón, pienso, le podrían arrebatar el cetro, no sé. 

Y así llego a donde quería llegar, ¿justifica el tener los amigos cerca la elección del lugar de residencia? Porque el caso es que a los seis meses escasos de estar instalado en este mítico Sardinero empiezo a notar como si se me estuviese yendo la vida de una forma bastante estúpida. Como si este entorno de campo santo me estuviese adelantando lo que es deseable posponer. Porque es que, además, ¿en qué empeció la distancia la calidad de nuestra amistad? Antes bien, juraría, fue incentivo que contribuyó a consolidarla. Al fin y al cabo, la distancia es agonía y la agonía, intensidad. 

Así es que he llegado a casa con la visión del jubilado paseando por la Corniche con su perro y no he tenido otro deseo que el de abrir la página de Idealista que es por donde empezaron siempre de un tiempo a esta parte mis grandes movidas. En fin.

Por lo demás, actividad personal, actividad compartida, creo que lo uno por lo otro y viceversa. Por cierto que la primavera ya está en sazón para poner en práctica ese proyecto de lanzarse a los caminos que venimos acariciando de un tiempo a esta parte. 

Y que Dios nos prolongue nuestra longeva salud.
  

 

jueves, 27 de marzo de 2014

La promesa



Una de las armas, no sé hasta que punto efectiva, que aquellos educadores de antaño solían utilizar para tener controlada a la tropa era la promesa. Te proponían que hicieses una promesa, pongamos, a La Virgen, de que ibas a practicar cualquier acción virtuosa a diario y tú, ibas, aceptabas, y automáticamente estabas pillado. Si no cumplías, los remordimientos te atenazaban el alma. Bueno, es un decir, que ya sabemos lo que tardan los niños en aprender a pasarse por el arco de triunfo cualquier remordimiento si es que alguna vez fueron capaces de tenerlos, que lo dudo mucho. En cualquier caso el procedimiento, como todos los padecidos durante la infancia, ahí quedan para su uso a discreción o a beneficio de inventario si así gusta decirlo. 

El caso es que ayer noche, paseando por una Corniche en la que, por las rabiosas rachas de viento frio y húmedo, o lo que fuere, no se veía ni a una "Venus a la fourrure" paseando al novio, anoche, les decía, di en pensar que sería bueno hacer una promesa, pequeña promesa, por tal de sacudir un poco el espíritu que es que noto que le tengo entumecido por el abuso de las aportaciones estériles propias de la vida acomodaticia. Quizá tal deseo no sea sino una débil manifestación del sindróme de "Paquito el Relojero", esa necesidad imperiosa de huída o cambio que acontece en toda persona normal, o mentalmente sana por mejor decirlo, tan pronto como la eclíptica y el ecuador del sol están en trance de cruzarse por el lado del primer punto de Aries que le dicen, no sé por qué. 

Una promesa que no por intrascendente deja de tener valor porque, al fin y al cabo, se trata de suspender una adicción largamente sostenida, y acariciada, a saber, dar un repaso justo después del desayuno a un puñado de los que considero más representativos entre los periódicos digitales. ¿Seré capaz de sobrellevar la ansiedad propia de la portera condenada a prescindir de los cotilleos? Porque esa es la cuestión que, noticias propiamente dichas, en esos medios, una de Pascuas a Ramos. Lo demás, puros y duros cotilleos. Chismorreo, gossip, bavardage, como le quieran llamar a esa pestilencia del espíritu que predispone al asco, los resentimientos, la envidia, el odio y, de ahí, al apetece fusilarlos que ya sólo queda un paso. 

Claro, me resta ahora llenar esa laguna, o vacío propiciado por la ausencia de basura. Y el caso es que sé perfectamente con qué suplirlo. Pero también conozco que el manejo de ciertos materiales nobles exige del aporte de grandes dosis de voluntad. Escuchar las conferencias del portal TED o las clases de la Khan Academy o del MIT, así, de entrada, por amor al arte, es mucho pedir porque sin darle una gran tensión al espíritu no sirven absolutamente para nada y te matan de aburrimiento. Tensar el espíritu, esa es la cuestión. Tener o no tener verdaderas ganas de elevarse. De acceder al verdadero saber. ¿Hasta que punto está uno dotado para eso?  
En fin, vamos  intentar mantener la promesa, so pena, de lo contrario, de ir notando como la burricie va impregnando una a una todas las células del celebro.

martes, 25 de marzo de 2014

La Venus a la fourrure



Cualquiera que me conozca un poco seguro que sabe hasta qué punto estoy obsesionado con el asunto de las relaciones del ser humano con los animales en general y con los perros en particular. Soy perfectamente consciente de que es una cuestión que, como todas las relacionadas con el universo mental, no admite, por mucho que algunos vivan de pretenderlo, el menor planteamiento científico. Así es que todo lo que se diga al respecto nunca podrá pasar de la mera conjetura que, eso sí, puede ser más o menos plausible o, si mejor quieren, más o menos brillante... aunque, del universo mental, no nos engañemos, de Esquilo, Sófocles y Euripides para acá nadie ha aportando al respecto gran cosa digna de mención. 

Así que descartadas las grandes cuestiones, conformémonos con buscarle las tres patas al gato de las pequeñas que, a efectos de hacerse la ilusión de una cierta clarividencia nos sirven exactamente igual que las grandes. Veamos: ¿por qué será que en la actualidad arrasa la moda de ir por la calle justo como les muestro en la foto que encabeza este post? Para mí resulta inexplicable que prácticamente la totalidad de personas que me cruzo en mis paseos vespertinos vayan de tal guisa. Bueno, para ser exactos tendría que decir que me resultaba inexplicable hasta ayer por la noche cuando, previa cena de pizza y generosos caldos, nos pusimos a ver "La Venus a la fourrure" en donde creí atisbar algunas lucecitas dispersas por entre el oscuro entramado. 

Nos ha quedado meridianamente claro que tras el inequívoco triunfo de todas esas pseudociencias que pretenden haber desnudado al ser humano hasta dejarle transparente, psicología, sociología, antropología y demás, ya es imposible obtener un ápice de felicidad a la vieja usanza, es decir, por el procedimiento de dejar suelto al animal que llevamos dentro. Sade y Masoq. Dominio y sumisión. Verdugo y víctima. ¿Quién es quién? Las cosas no son lo que parecen a primera vista y en eso está el interés del juego. Pero, claro, en eso llegaron los diversos  "ólogos" y mandaron parar. Séxismo, dijeron. Machismo, pornografía... y se cargaron el invento. Ya nadie puede fuetear ni ser fueteado porque rápidamente va el vecino que confunde los gemidos de placer con otros de dolor y pone una denuncia. Una alienación insoportable en definitiva.

Y así es que, roto el juguete, ¿que hacer para sobrellevar la pena? Pues lo de siempre, resignarse al sucedáneo. La única relación posible de dominio/sumisión es la que se establece con los animales. Siempre ambigua, por supuesto, porque el mismo que pone la correa alrededor del cuello es el que se encarga de recoger las caquitas. ¿Quién es el dominador? ¿Quién el sumiso? Aunque sea pura ilusión, el juego continúa.  

sábado, 22 de marzo de 2014

Subir montañas



Como por el querer de los dioses di en nacer en un lugar y época en los que la predominancia absoluta la ostenta el homus ociosus, es natural que una de las principales constantes de mi vida haya sido la de verme filosofando con los amigos sobre la mejor manera de "montárselo" para que las consecuencias de la ociosidad no te precipiten por los sucesivos círculos del infierno hasta el mismísimo fondo. 

Fue hace tres días o así que volvíamos a la carga mientras tomábamos el café de media mañana en una soleada terraza del Sardinero. ¿Qué hacer?, que diría Lenin. Cada cual, como no podía ser menos a estas edades, mostraba sus recetas, eso sí, sazonadas siempre de un prudente, o sabio, escepticismo. Hablar por hablar, en definitiva, para ahuyentar por un rato a los fantasmas molestos que vuelven y vuelven y vuelven a nada que uno se quede a solas con su ombligo.  

Sostenía yo que, en mi caso, la única escapatoria es subir montañas sin parar. Bueno, no es que sea un descubrimiento mío, que no otra fue la conclusión a la que llegué tras las numerosas lecciones recibidas de los más esclarecidos maestros. Aunque, confieso, no fue fácil entenderlos. O aceptar que no hubiese más caminos que aquellos tan esforzados. El predominio de Dionisos, pour quoi pas, te decías. La comunión con la naturaleza y todas esas mandangas. Saber montárselo, como se decía. Y se contaban historias muy tiernas de gentes encantadoras que habitaban paraísos. Me costó dejar de creer y empezar a razonar. 

Todavía tengo vivo en el recuerdo la primera vez que subí a una montaña importante en el sentido literal del término. Andaría por los veinte y de toda la partida sólo coronamos dos. Fue muy gratificante. Se trataba del Castro Valnera que, por aquellos años, había que estar muy iniciado para saber donde estaba. No fue como es ahora. Para acercarse al campamento base había que madrugar mucho para tomar el camión de la leche que te subía en la caja, entre las ollas, hasta La Concha. Desde allí ya era todo andando y sabe Dios con qué calzado. Quizá por aquel entonces pasaban años antes de que alguien hollase aquella cumbre. Por eso la gesta tuvo el sabor de lo pionero. O sea, mayor valor añadido, por así decirlo. 

La última, sigo con el sentido literal, fue hace poco más de cuatro años. Nos lo tomamos con la parsimonia propia de quien ya conoce el percal. Nos levantamos a la hora habitual, desayunamos como siempre, hicimos unos bocatas, nos subimos al coche y bordeando los pantanos llegamos a Vidrieros. Allí empezamos la escalada del Curavacas. Fue realmente glorioso. Nunca creí que pudiese aspirar a tanto y sin embargo, coronada la cumbre tuve la sensación momentánea de poder aspirar a mucho más. El descenso fue costoso y la semana siguiente ni te digo cada vez que bajaba escaleras. Parecía, entonces, que me clavaban cuchillos en el cuádriceps. Pero me daba igual, porque aquel día se había convertido en uno de los hitos imborrables de mi ya larga trayectoria. Un impulso a la autoestima para seguir afrontando retos de cierto calado. 

Así es que como todo lo real suele tener su metáfora, pues eso, que raro es el día que no me invente montaña que subir porque, si no, no sé qué otra mejor cosa podría hacer para, como digo, ahuyentar a los fantasmas.   

viernes, 21 de marzo de 2014

Leaving



Yo no es que sea un experto en pornografía, pero no me importa confesar que es uno de los géneros de la cinematografía que en absoluto excluyo de mi curiosidad. Si una de cada diez páginas web que se abren en el mundo tiene un cariz pornográfico, digo yo que será por algo. Algo así como la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, que diría el ingenioso hidalgo. Anyway, por lo que he podido constatar hay dentro del género un palo en el que los rusos son maestros indiscutibles: es el dedicado a las relaciones de madura con jovencito. Ponerse a conjeturar sobre los porqués de tan edípica especialización seguramente nos llevaría a curiosas conclusiones que, entre otras cosas, pudieran aportar luz esclarecedora sobre "La mama de Putin", un extraño documental de los que a nadie puede dejar indiferente... salvo al mismísimo Putin, supongo. 

Bien, pues el caso es que anoche a eso de las nueve me senté ante el televisor y allí que me quedé clavado hasta las doce o así, como se suele decir, sin pestañear. Pasaron por ARTE los tres capítulos de la miniserie británica "Leaving". En realidad no era más que uno de esos sketches de los que tan maestros son los rusos, pero en largo y fino. Yo diría que una obra maestra y, por tal, carente de género. Cuarentona de las que llevan la procesión por dentro demasiado dignamente  y veinteañero defraudado se confabulan para sacarse mutuamente la mugre y dar así un impulso ascendente a su autoestima, cosa que, no nos engañemos, es lo único que hace que sintamos algo parecido a eso que llaman felicidad. 

Una relación imposible, o sea de las que desestabilizan el entorno en todas sus facetas: el familiar, el laboral, por no hablar del económico. Una relación así, por definición, sólo puede ser apasionada como lo es toda cirugía radical que pretende extirpar un cáncer del alma. El cáncer que corroe a los espíritus sensibles a la vulgaridad de la monotonía y lo convencional. 

Supongo que estarán pensando con toda la razón que para vulgar y convencional el asunto que les vengo comentando, sin embargo esa es otra de las lecciones a extraer de "Leaving", de como el arte nada tiene que ver con lo manido o elevado del tema a tratar. La enjundia está en como se conjuga la verosimilitud con la inverosimilitud de lo tratado. Lo que se muestra a las claras y lo que sólo se insinúa en un intento de ensanchar horizontes a la comprensión del mundo que nos rodea que, juraría, no otra cosa solemos pretender la mayoría de las veces que centramos nuestra atención en cualquier cosa que sea con la excusa de entretenernos un rato. 

En fin, las cosas de la vida que nunca pasarán porque nunca se acabará de domesticar la fiera que llevamos dentro. Y eso da para mucha vulgaridad, pero, también, para mucho ARTE.  

  

miércoles, 19 de marzo de 2014

Waltdisneico



Yo, al contrario aparente de algunos amigos del alma, siento una gran admiración por los EE UU de América. Una admiración que, como todas las que tengo, admite no pocos matices o correcciones. Es decir, que no es ciega como suele pasar cuando se admira por ideología. Así es que hay sobre todo dos aspectos venidos de allá que detesto a rabiar, a saber, la pasión consumista y Walt Disney. 

De la pasión por el consumo poco hay que decir que no sea lo expuestos que estamos todos a sus tentaciones, sobre todo cuando tienes algún dinero de sobra en el bolsillo. Las imbecilidades que se suelen hacer entonces, y los berenjenales en los que uno se mete, a buen seguro que contados con cierto arte servirían de argumento para una muy buena literatura de terror. Pero no es sobre tal manida cuestión de lo que me propongo despotricar aquí y ahora, no, lo que quiero traer a colación es esa especie de religión, a mi entender nauseabunda, surgida de las prédicas lanzadas desde la factoría Walt Disney. 

No pretendo ser original en esto. La primera alerta al respecto me llegó de la mano de uno de mis maestros preferidos, Sánchez  Ferlosio. Al principio no le entendía porque algunas películas de esa factoría me habían hecho disfrutar. Y no digo ya de niño que, entonces, hasta con "La dama y el vagabundo" sentí intensas emociones de las de peor catadura. Me refiero, por ejemplo, a "Alicia en el país de las maravillas", cuya visión me hizo pasar, ya de muy adulto, la mejor sobremesa  que recuerde de una comida de Navidad.

Pero vayamos al grano de en donde, de la mano de Ferlsio, me parece que reside la nauseabundez de la religión waltdisneica. Es, exactamente, en la humanización de los animales. Esa humanización de los animales, tan aceptada con entusiasmo por la chusma en general y algunos menos chusma en particular, no ha supuesto en absoluto una exaltación de la condición animal ya que siguen sirviendo para lo que siempre sirvieron y nunca nadie lo remediará, no, lo que se pretendía con eso era una degradación de la condición humana, cosa en la que, juraría, se están consiguiendo e, incluso, superando las expectativas. Que los animales son más listos y, sobre todo, más nobles que los humanos es algo que nunca se apea de la boca de millones de personas que a mi juicio "se lo debieran hacer mirar" por un especialista en las cosas de la psique. Yo les suelo contestar con pretensiones irónicas que cuando, Dios no lo quiera, tengan un cólico de riñón acudan a su perro, o a su gato, o a su pitón, que ya no se sabe, tal es la originalidad, para buscar alivio. 

Pero da igual que digas lo que digas. Los conversos a esa religión son tan fanáticos que parecen estar dispuestos no a morir, bien sur,  sino a matar en defensa de sus convicciones. Aceptan fatal los chistes sobre sus creencias y compiten entre ellos a ver quien tiene mejor corazón dedicando a los animales las atenciones que, si tuviesen el cerebro medianamente ajustado, dedicarían a tantos y tantos humanos necesitados de todo como hay en el mundo. Algunos muy cercanos a ellos, por cierto. 

En el fondo, creo, esa transferencia afectiva a los animales no es, juraría, sino un sintoma patognomónico de la degración moral que suele afectar a las sociedades opulentas. No es de ahora. Apuleyo lo dejó clavado en el relato de aquella millonaria romana que ni con la gigantesca polla del "asno de oro" conseguía saciar su apetito sexual. Cuando ya lo tienes todo es lógico que el siguiente paso sea disfrutar de alguien que, si te da problemas, le mandas al matadero y santas pascuas. O le pones a dormir, como se dice ahora en alarde de sutileza para deshacerse de los perros. 

Así es que por tal estado de la cuestión los medios de comunicación no hacen otra cosa a todas las horas que contarnos las monerías que hacen los animales o las no menos monerías que hacen algunos humanos que aman a los animales por encima al parecer de todas las cosas. Y si, por ejemplo, hay un delfín que ha decidido acercarse a la playa para poner fin a sus días, no se amohínen que aunque las aguas estén heladas habrá allí unos cuantos corazones bondadosos dispuestos a agarrar una pulmonía con tal de que el delfín no consiga su objetivo. Así son las grandes proezas que se relatan hoy día y no por nada sino porque son las que chiflan a la mayoría. Tal es la influencia conseguida por la nauseabunda religión waltdisneica que les comentaba. 

Para concluir les diré dos cosas: una, que esta religión pasará; dos, que no estoy muy seguro de desearlo porque a lo mejor es síntoma de que la opulencia toca a su fin. 

martes, 18 de marzo de 2014

Marionetas



Por comparación, lo de Ucrania, pelillos a la mar. Estos días toca polución.  El aire de París está hecho un asco y, como todo el mundo sabe, París es mucho París y si, por lo que sea, no acuden turistas, todavía mucho más. El tema, claro, da para mucho debate que es, en definitiva, lo que más gusta a los franceses desde los tiempos de Rochefoucauld para acá.  

De momento las autoridades, que, por cierto, andan en trances electorales, se han limitado a poner en ejecución el paripé de las matrículas pares e impares. Ya saben, unos días circulan las pares y al siguiente las impares. Es decir, negocio para los vivillos que, además, con lo de internet lo tienen chupao. Coges, agarras, te vas a la página apropiada y por cuatro perras compras, o alquilas, la matrícula que te falta para poder circular sin problemas. Por lo visto se hacen unas 40000 transacciones de éstas al día lo que no está nada mal. Oye, tú, pase lo que pase, mi coche no me lo toquen porque me desmorono. ¡Qué horror! Andar por el mundo sin coraza, expuesto a todo tipo de asechanzas. ¡Yo, es que me bajo del coche y no soy hombre! O mujer. La verdad, esto me recuerda a cuando en el ejercicio de mis obligaciones recomendaba a ciertas mujeres que prescindiesen de la faja si querían respirar mejor. Siempre me contestaban lo mismo: si me quito la faja no soy mujer. 

El caso es que París, lo mismo que Madrid, y el mundo en general salvo honrosas excepciones, es una verdadera mierda en lo que al tráfico se refiere. Millones y millones de coches yendo de aquí para allá sin otra finalidad, en un alto porcentaje a determinar, que la de tener entretenidos a sus conductores. Es evidente que conducir le proporciona a la gente la sensación de estar haciendo algo interesante o, en su defecto, algo que ayuda y mucho a no pensar en lo que uno prefiere no pensar. Como cualquier droga, más o menos, que necesitamos fabricar miles de razones para justificar su consumo porque en el fondo de nuestra conciencia algo nos dice que estamos haciendo el payo. Tan en el fondo, bien es verdad, que suele ser fácil negar su existencia. 

Cuestión de dependencias para que nos entendamos. Uno depende de lo que pende y ni se entera. Hasta que un día se descuelga, ve lo bien que así se vive y es capaz de decirse, caray, no era culpa del complejo político-financiero-armamentistico-petrolero-ydemáshierbas, el cretino era yo que necesitaba estar colgado de lo fuere para sobrevivir.  

Ay, qué fácil se arreglaba todo si a la gente le diese por pensárselo dos veces antes de colgarse y convertirse en marionetas. Y luego, como cuenta Bukouski, vas y les dices, ¡eh, boy!, y ellos te contestan, ¡hey!, ¡hey!. Es para lo más que les da el caletre a las marionetas. 

lunes, 17 de marzo de 2014

Korokoteando



Si hubo algo que me gustó de niño, aparte de la pesca de truchas a mano quiero decir, eso fue las excursiones en bicicleta. Después, pasada la adolescencia y primera juventud, me vi involucrado en la estulticia generalizada que preconizaba el vehículo a motor como pasaporte al paraíso. Anduve unos cuantos años gastando tiempo y energías sin la menor finalidad al volante de los sucesivos coches que iba comprando a medida que los destartalaba al doble de velocidad de lo que era habitual. Me aburría tanto conducir que siempre les llevaba forzados, no porque corriese mucho sino por la pereza que me daba utilizar el cambio de marchas. Por no hablar de las distracciones que, todavía, me veo muchos días dando gracias a los dioses cuando caigo en el recuerdo de ciertas situaciones de las que sólo ellos con su poder sobrenatural me pudieron sacar. ¡Dios, se me erizan los pelos de pensarlo! Andaría por los cuarenta cuando me liberé de tal condena. Luego he vuelto ha tener coche un par de veces, pero por exclusivas razones logísticas, que para eso sí creo que puede ser útil el invento, aunque no tanto como tendemos a pensar. Anyway, andando todavía por la cuarentena y teniendo asentados mis reales en Salamanca, me compré la bicicleta con la que aún sigo rodando por donde se tercia, ya sea pour faire les courses, para atender una cita o, simplemente, por el retomado placer infantil de la excursión.

Así fue que el sábado estábamos María y yo como clavos a las nueve en la estación prestos a tomar el regional que nos debía depositar en la Meseta. Pensábamos rodar en dirección sur desde Herrera hasta Población de Campos donde hay un hostal la mar de acogedor. Nuestro gozo en un pozo, el regional no era regional a secas, era regional exprés, pequeño matiz que que conlleva la exclusión del transporte de bicicletas. Tuvimos que esperar una hora para poder subirnos al cercanías que nos llevó hasta Reinosa. Eran las once y media cuando desembarcamos junto a los jardines Cupido de la capital campurriana. No tardamos en comprobar que las circunstancias nos iban a favorecer y no poco. Como nos habíamos visto obligados a cambiar de planes, el nuevo proyecto era escalar el puerto de Pozazal para desde allí descender por el valle de Valderredible hasta Polientes. Pues bien, la escalada de Pozazal se vio tan favorecida por el fuerte viento del norte que soplaba que ni siquiera tuvimos que levantarnos del sillín para superar los más fuertes repechos. A las doce y media estábamos en la cumbre del puerto y a la una, tras un un vertiginoso descenso, en Villanueva de la Nía. Desde allí por el suave descenso que bordea el Ebro en poco más de una hora nos plantamos en Polientes con más hambre que el hijo del esquilador, como, no sé por qué, se solía decir antaño.

Esto del hambre que proporciona el pasarse la mañana pedaleando es algo que conviene no perder de vista porque, a la que te descuidas, vas, agarras, y te endosas entre pecho y espalda un plato de alubias con almejas, o de arroz con calamares, seguido por otro de lechazo con patatas y rematado todo ello por un pudin de queso, que te deja para el arrastre por las horas a venir. Que es más o menos lo que nos pasó cuando, llegados a Polientes, entramos en La Olma de cuyos encantos ya conocíamos de antiguo y dimos rienda suelta al deseo.

Polientes, no sé el porqué, es otro más de los muchos feudos vascos que hay en la provincia de Santander, y La Olma es su centro neurálgico. Su comedor está repleto de familias trigeneracionales de esas en las que los abuelos son los encargados de maleducar a los nietos para que, supongo, alcanzada la juventud ya les apetezca matar españolistas. Imagínense el bullicio. Entre el cansancio, el ruido, el vino, el lechazo y tal, salimos de allí sin poder pensar en otra cosa que no fuese ir al parque junto al río, extender el saco en el suelo y echar una cabezada. María ni siquiera se enteró de que tres perrazos que acompañaban a un korokótico se entretuvieron un buen rato olfateándonos. Yo, apercibido en todo momento, quieto parado y con el culo prieto hasta que se fueron. El Ebro a nuestros pies guardaba silencio. Más, sin duda, que cuando pasa por El Pilar. Hora y media aguantamos allí tendidos hasta que la declinación del sol le hizo inefectivo y empezamos a sentir frío. Nos fuimos para La Olma donde teníamos apalabrado el alojamiento.

La habitación era ridículamente pequeña, la cama una mierda y como eramos los únicos huéspedes, pues, claro, no iban a encender la calefacción. Nos dejaron una estufa eléctrica que tampoco era gran cosa. Allí sólo se podía estar dentro de la cama, tanto por el espacio como por el frío. La verdad, no lo entiendo, que en Tokio las habitaciones sean minúsculas puede tener explicación, pero en Polientes, donde el metro cuadrado no creo que llegue al céntimo de yen... así que pensamos que quizá en el bar se podría estar bien bebiendo cocacola por la cosa de que dicen que alivia las digestiones pesadas.

En principio el bar de La Olma recuerda un poco al Rosalynd´bar de Sicily. Sin duda allí está toda la diversión del pueblo. Tiene dos pantallas, una de ellas, la del fondo, gigantesca, en donde no se para de retransmitir fútbol. A todo volumen, como no podría ser de otra manera. Pero es que lo bueno es que a esa logomaquia histérica de los locutores se le intercalaba una música heavy cuyos graves, debido a la excelencia del equipo acústico, te hacían comprender la esencia primigenia del lugar representada en todos aquellos cuadros de diversos Corocotas en posición de inspirar mucho miedo al enemigo. Y por tal fue que una vez ingerida la cocacola prefiriesemos el frío de la calle que aquella genuina representación de la burricie. Desde luego, nos dijimos, como el Rosalynd de Sicily no vamos a encontrar nada por aquí ni en pintura.

Por la noche, mientras hacíamos una frugal colación, la dueña de La Olma nos cantó la palinodia. Por lo visto las apariencias engañan. Desde que empezó la crisis el negocio se ha dividido por diez. A diario a penas tienen clientes. Y el segundo comedor hace ya años que ºno le abren ni en verano. Y encima, nos dijo, la gente es maleducada y llega a cualquier hora y exigiendo. Porque, claro, antes daban de comer a los operarios de las nueve empresas de construcción que había en el pueblo, pero las nueve han quebrado.

¡Nueve empresas de construcción en Polientes! Con eso sólo ya tenemos suficiente para explicarnos la locura que se ha vivido en este país. Allí, en Polientes, no hay nada de nada y además, para llegar, salvo que lo hagas en bicicleta, te tienes que gastar una pasta en carburante. O sea, otro más de esos lugares para el ocio y diversión que, dado todos los que hay, no tocan ni a cliente por instalación.

Total, que a las nueve de la mañana se abría el bar y allí estabámos nosotros esperando, dispuestos a tomar algo y salir pitando hacia por donde pasa el tren para poder regresar a casa. Ebro arriba, hasta Villanueva de la Nia, fue un hermoso paseo en una no menos hermosa mañana de primavera. De Villanueva de la Nía a Quintañilla de las Torres todo perfecto si no hubiese sido porque tuvimos que enfrentar una ascensión ininterrumpida de más de cinco kilómetros. Como no nos lo esperábamos y siempre pensabas que aquello tenía que terminar tras la próxima curva y, además, no había grandes pendientes, pues, mal que bien, conseguimos superarlo, todo hay que decirlo, agraciados como íbamos por una brisilla que nos atizaba en el culo. De Quintanilla a Aguilar, subes un repecho y ya es todo cuesta abajo.

Aguilar parecía desierto, pero al llegar a la plaza, justo a la salida de Misa Mayor, pudimos ver una vez más la energía que desprende ese pueblo. Quizá, pensé, si, cuando entonces, en vez de en Alar me hubiese instalado aquí... quién sabe. Así fue que después de dar unas vueltas de inspección y comprobar los pocos cambios desde la última vez que estuvimos, nos dirigimos a Los Olmos, el restaurante que hay en el polígono industrial. Un lugar muy recomendable, se lo puedo asegurar. Nunca me ha fallado. A la calidad y precio de la comida se le añade la amabilidad típica de la gente a la que le va bien porque sabe hacer las cosas sin apurarse. Estaba aquello a reventar de gentes de la comarca. El cuádruple de personal y la cuarta parte de bullicio que en Polientes. Quizá la explicación esté en eso en lo que nunca he creído mucho, las identidades culturales. No sé, yo, en cualquier caso, de existir, me quedo con la palentina. No sé por qué, pero siempre me ha tirado ese rincón del mundo y todavía no sé si...

Bien comidos y bebidos nos dirigimos a la estación para tomar el tren de vuelta a casa. Creíamos que pasaba uno hacia las cuatro, pero con el cambio de horarios tuvimos que esperar hasta las siete. Menos mal que ancha es Castilla y por otra parte yo siempre echo el saco al transportín. Así que buscamos un lugar apartado y al socaire para echar la siesta que no otra cosa pedía el cuerpo. Cuando caía el sol volvimos a la estación y, ¡vaya por Dios!, al sacar el billete el factor me dijo que no íbamos a poder llevar las bicicletas. Esa gente emputecida que sólo se consuela fastidiando al prójimo. Llegó el tren puntual y prácticamente vacío. Subimos las bicicletas y eran las únicas en el departamento acondicionado al efecto de transportarlas con seguridad y sin molestias para los viajeros. El revisor nos hizo pagar tres euros por cada una. Y de paso nos explicó la sutileza semántica que hay entre regional y regional exprés. Desde luego que se aprende mucho yendo por ahí de excursión. Sobre todo si vas en bicicleta.

jueves, 13 de marzo de 2014

El olor del papel

 
Se lo he oído decir a mucha gente, que les gusta el tacto del papel, su olor, y por eso no quieren, o casi, oír hablar del Kindle. También me han dicho muchos que donde estén las películas en pantalla grande y en el recogimiento de la sala de cine… pues bien, personalmente, les comprendo porque cada uno es como es, pero no comparto en absoluto sus gustos y menos sus justificaciones. Para mí lo mismo de un texto que de una película lo que cuenta es lo que te cuentan y lo demás, pelillos a la mar. Por lo demás, nunca me he apercibido de que el papel de los libros huela o que tenga un tacto especialmente excitante. Ni tan poco consigo recogerme más en una sala de cine que en el salón de mi casa, por no hablar del tan preciado tamaño de la pantalla que cualquiera que sepa dos letras de óptica te dirá que, dada la distancia entre ojo e imagen, es mucho mayor la de tu Smart tv de 47 pulgadas que la de cualquier sala de cine.

En realidad, todas estas cosas me parecen tan obvias que hasta me da vergüenza tratarlas, pero es que se da el caso de que hoy, navegando por la red, me he topado con un artículo de David Gistau titulado “Bibliotecas” y no he podido sustraerme a la tentación de leerlo. Para mí todo lo que dice es tan de cajón y, si no recuerdo mal, lo he comentado tantas veces ya en mis sucesivos blogs que, si lo traigo a colación no es por otra cosa que porque pienso que los avisados tenemos como una especie de obligación moral con la sufriente tropa de los que, por lo que sea, se obstinan en vivir como si aquí no hubiese pasado nada.

Porque sí, han pasado muchas cosas y muy importantes. Entre otras que ya nadie se traga que por tener muchos libros en casa merezcas una consideración especial. El prestigio social de la biblioteca privada, ya, ni en provincias. Hoy todo el mundo sabe que cualquier mindundi puede llevar en el bolsillo trasero de su pantalón una mucho más completa que la Menéndez Pelayo. ¡Madre mía, con lo que eso facilita las cosas! Porque ya no sólo es que puedes leer lo que quieras, cuando quieras, en donde quieras, no, es que no tener que acarrear libros quiere decir libertad.

Bueno, es inútil enumerar lo que hasta un adoquín puede concluir si le da la gana. Todas esas cosas a las que la sufriente tropa se agarra para no enfrentar mayores cotas de libertad. El miedo a la libertad, algo que conocemos desde que un tal Fanon nos lo hizo notar cuando aquellos maravillosos años. Maravillosos no por nada sino porque el que quiso tuvo a su alcance los medios para aprender a mirarse por dentro, algo que, como todo el mundo sabe, puede resultar en principio sumamente desagradable por las cosas que es inevitable encontrar. Los motivos reales por los que haces las cosas, por ejemplo, que de puro tontos suelen ser hasta pintorescos y que, sobre todo, no sirven en absoluto para dejar de ser tropa sufriente porque ni se puede engañar a todos todo el tiempo ni mucho menos engañar todo el tiempo a uno mismo.

En fin, piénsenselo dos veces, el espacio que ocupan, la avidez por el polvo que muestran, lo que pesan… si hay algo representativo de un mundo révolu, de tropa sufriente, eso son los libros… a no ser que se sea un bibliófilo, que también pudiera ser. 

lunes, 10 de marzo de 2014

Deporte de riesgo

 
 
 
Era un sueño largamente acariciado. Recorrer las calles de Madrid en bicicleta. Mi hermana Coqui lo hace habitualmente y mis sobrinos también. Pero para uno que viene de provincias la cosa tiene su miga porque Madrid será cualquier cosa, pero desde luego que no friendly con los ciclistas... al menos, por lo que me han contado, por comparación con cualquier otra capital europea.
 
Así es que me llegué hasta Calmera, en la calle Atocha, y me agencié una bicicleta. La tuvieron que bajar por una trampilla del techo porque la tenían arrumbada en uno de esos almacenes para productos invendibles. Quizá por eso fue el que me costase 250€ y, además, puesta en casa. Es una maravilla, se lo juro.
 
Total que la primera salida fue para ir a Madrid Río. Yo seguía a Coquí en plan "dos cabalgan juntos". Aceras, calzadas, puentes, parques, preguntando sin parar, incluso recibiendo alguna agria amonestación, al fin llegamos a Legazpi y nos metimos por El Matadero hacia las avenidas de Madrid Río. Mereció la pena. La segunda fue hasta la plaza Castilla, por Retiro, Serrano, Castellana, una verdadera gincana porque quitando el ridículo carril de la calle Serrano lleno, por cierto, de peatones irritados, ¡bicicletas de los cojones!, todo lo demás era un sin parar de sortear obstáculos, por no hablar de los baches de la calzada que a nada que te descuidabas te tragabas uno que en eso sí que se nota que el ayuntamiento de la capital anda como tres con un zapato.
 
Resumiendo, que andar en bicicleta por Madrid es enormemente estimulante. De alguna manera te hace sentir como si fueses Kirk Douglas en "Lonely Are The Brave". Con todo en contra y, sin embargo, sigues cabalgando. Es la magia del tesón. Yo, la verdad, le pediría a quien quiera que sea el alcalde que no cambie las cosas, que no intente facilitar la vida a los ciclistas, que nos permita seguir disfrutando de esta ya casi última oportunidad de aventura de riesgo a la misma puerta de casa. Porque es que, además, estoy seguro de que, siguiendo así las cosas, se puede atraer un tipo de turismo que podríamos llamar de adrenalina ciudadana. Nada de bajar rápidos en canoa ni escalar montañas, mucho mejor cruzar Madrid en bicicleta que, además, cuando quieres, paras y te tomas una caña en cualquiera de las terrazas que jalonan el recorrido. En fin, que si siempre se dijo que "de Madrid al cielo", ahora, recorriéndolo en bicicleta, muchas más probabilidades de conseguir tan ansiada meta. 

domingo, 9 de marzo de 2014

La dulce venganza del tiempo

 
 
El tiempo que pasa nos hace viejos. Peligrosamente viejos ya, a qué engañarse, pero también, a veces, nos trae el dulce sabor de la venganza. La venganza inesperada, la que se da por el propio peso de las cosas, por la tendencia que todo tiene a colocarse, a la postre, en el sitio que le corresponde. Y así es que diez años después de aquel espantoso 11 de marzo es buen momento para pararse un rato a considerar en que quedó toda aquella balumba de asquerosos intereses puestos en danza antes de que se apagase el rugir de las sirenas.

Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. En un momento inicial pensé que había sido ETA e inmediatamente deduje que habían cavado su propia tumba en particular y la del nacionalismo vasco en general. Creo que el conjunto de los españoles no hubiesen podido soportar que fuese de otra manera de haber sido ellos. Por cualquier procedimiento que hubiese sido necesario. Por eso fue que casi todos sentimos alivio cuando los primeros indicios apuntaban hacia otra autoría. De alguna forma intuimos que así nos librábamos de tener que aplicar una dolorosa cirugía que no iba a ser barata. Cargar contra los moros, por contra, era pan comido. La antipatía que despertaban no era cosa de dos día para atrás. Y después de lo de las Torres Gemelas, ya, ni te digo. Había quedado claro, esa gente, después de aquello, deberían andar de aquí para allá por el desierto no cuarenta años sino para los restos. Y en ello están, matándose los unos a los otros a falta de mejor entretenimiento. O a falta de infieles si mejor quieren.

Yo aquel aciago día estaba en mi castillo de la Serrallada Central, sintiéndome asediado por la furia del nacionalismo irredento. Cualquier cosa menos paranoia se lo puedo asegurar. Y entonces voy y me entero de lo que ha pasado y sólo tengo ganas de llorar. Cojo, agarro, y en medio de la confusión me escapo hacia la ciudad. A Barcelona. A partir de ahí, rabia y asco. Pocas veces en la vida se habrá visto junta tanta bajeza moral. Ni siquiera habían pasado 24 horas desde la masacre y ya estaban los unos escondiendo los muertos y los otros aireándolos. Y así fue que nunca hubo unos que perdieran las elecciones que se celebraron a los cuatro días con mayor justicia ni otros que las ganasen con menos. Ya saben lo que después vino, los años de los miembros y las miembras, de la estulticia global, de la decadencia absoluta, de la negación de una evidencia más negra que el sobaco de un grillo que diría el "proscrito".

Bueno, como dijo Nosequién, nada es en vano. Juraría yo que hoy estamos mucho mejor que en aquel entonces de oropeles al que puso fin el atentado. En lo que a mí hace, no me cabe la menor duda. El único asedio que siento ahora es el de mis viejos huesos. Lo demás, todo muy llevadero con sus sanas alegrías, las propias de ver como las aguas vuelven a sus cauces naturales. Los Aznares, los Zapateros, los PedrosJs, las Intereconomías, los nacionalismos irredentos, las ideologías sólidas... en fin, un montón de todas aquellas estúpidas cosas que se habían instalado en las cumbres de la actualidad ahora ruedan y ruedan ladera abajo hacia un destino de mofa e ignominia. Esa es nuestra venganza. La dulce venganza que nos regala el tiempo que pasa.  

viernes, 7 de marzo de 2014

Desencantados sin encanto

 
 
Leo un artículo de Sostres en el que hace un encendido elogio de la poesía de Leopoldo María Panero. Asegura que, lo que pasa, es que hay que ser inteligente para entenderla. Así ha sido que he cogido, agarrado, y me he puesto a leer lo primero que he encontrado en la red al respecto. Lo confieso con cierto rubor porque tengo en bastante estima las opiniones de Sostres, pero me ha parecido que si eso es poesía yo soy un perfecto idiota porque lo que he leído me ha parecido una completa patochada.

Recuerdo cuando Leopoldo y su familia se pusieron delante de las cámaras para vender el espectáculo de su lastimosa decadencia. No sé cuanto les darían por ello, pero se me hace que cualquier cantidad fue mucho porque aquello, en mi opinión, no valía un chavo. En realidad no hacían otra cosa que lo que hacen ahora las belenesestébanes de turno en eso que se conoce como televisión basura. Poner en el escaparate las propias miserias humanas, perdida del pudor mediante. Y ya se sabe con qué facilidad se pierde eso cuando la bolsa no da para pagar necesidades perentorias indebidamente adquiridas.

El caso es que a la progrería de aquellos maravillosos años le encantó ver el desencanto de unos señoritos de provincias criados a los pechos del más puro de todos los franquismos. Su papá, el poeta del régimen. ¡Ya te digo! ¡Anda que no estaban los progres necesitados de nuevos mitos! A tal respecto, el encanto de los desencantados Panero les vino como anillo al dedo. Quisieron ver en la decadencia suicida de aquellos señoritos de pueblo el anuncio de un nuevo amanecer. En realidad no fue muy diferente a lo que había cantado el Panero padre a los inicios del franquismo. Nuevos amaneceres, porque señoritos de pueblo que se suicidan los ha habido siempre desde que lo hicieron los hijos de Pisistrato para acá. Y siempre fue una ilusión. Lo del amanecer, quiero decir.

Señoritos de pueblo decadentes y suicidas, puro pleonasmo. Sé de lo que hablo porque vengo en cierta medida de eso. Y, bien sur, todavía llevo encima mucho pelo de la dehesa. Lo siento Sr. Sostres, pero quizá sea por eso que D. Leopoldo no me diga absolutamente nada.  

jueves, 6 de marzo de 2014

Un mundo révolu

 
 
Me envía Jacobus el enlace que da noticia de la quiebra de la fábrica de cerámica de Sargadelos. En principio parece que no fuera sino otra más entre las miles que han ido cayendo en estos últimos tiempos de limpieza, pero si te detienes a leer la letra pequeña te das cuenta de que es más que eso, la quiebra de Sargadelos se diría que representa a la perfección el fin de una pesadilla, esa que se derivaba de hacer creer a la gente que lo propio por el simple hecho de ser propio no sólo es superior a lo ajeno sino que, además, no admite cuestionamientos sobre su calidad estética, ética y demás zarandajas. Y al que dude se le expulsa.

Sargadelos es símbolo donde les haya de un mundo révolu. Y no sólo porque lo de poner figuritas en estanterías para adornar parezca ya una tontería insoportable sino, también, porque cuando a esas figuritas se pretende dar un significado de pertenencia, entonces, sencillamente, lo que se está haciendo no sólo es el ridículo sino que además se le están dando pistas al enemigo.

Sargadelos fue fundada a principios del XIX como tantas otras fábricas de vajillas de cerámica. En todas las ciudades que he vivido hubo una que se fue ya hace tiempo a pique. Por lo visto la fábrica estaba muy pachucha, pero después de la guerra civil unos galleguistas la refundaron con la intención de que no sólo fuese lo que en definitiva sólo puede ser una fábrica de cerámica sino, también, una especie de lanzadera de la idea de galleguidad, o sea, un verdadero despropósito que por desgracia una serie de circunstancias coyunturales convirtieron en exitosa realidad: todos los gallegos, los de casa y los de allende los mares, ponían en sus estanterías figuritas de Sagardelos para que cualquiera que fuese que entrase en su casa supiese a qué atenerse: aquí vive un gallego, ¡casi na!

Efectivamente, ¡casi na! Como ser de cualquier sitio. Y eso a pesar de todos los esfuerzos realizados por la gentuza dirigente de lo se dio en llamar comunidades autónomas. Y no digamos, ya, si en vez de comunidades eran nacionalidades porque, entonces, ya, ha sido puro delirio. Como dijo un ilustre filósofo localista, los catalanes, por el simple hecho de ser catalanes, irán, por el mundo y lo tendrán todo pagado. Y, como les decía el otro día, la chusma, haciendo virtud de su defecto, se lo tomó a beneficio de inventario. Y a la vista están las consecuencias.

Claro, si todo ese dinero que se gastó la fábrica en promover galleguidad se lo hubiesen gastado en innovar, otro gallo les cantara. Porque el caso es que la gente sigue necesitando usar vajillas dos o tres veces al día. Luego Dios existe. Lo que pasa es que como la vajilla es el continente y lo que importa es el contenido, pues eso, que la gente no es tonta y no paga por dibujitos que a la postre ni se ven. Hasta los más torpes se dieron cuenta que el barroco había dado paso al minimalismo. Y las vajillas no iban a ser menos... menos para los galleguistas.

En fin, que se veía venir. En los tiempos de Inditex ir presumiendo de gallego es, sencillamente, una imbecilidad. Hoy día, por lo general, ya no se presume de nada porque es de mal gusto. Pero si resulta que una empresa de Silicon Valley te contrata, entonces, todo el mundo se entera y sabe a qué atenerse contigo. Así es como hoy corre el mundo .  


lunes, 3 de marzo de 2014

La novia del mar



Ayer hacía un día de esos que le solemos decir de perros. Bueno, en sentido estricto todos lo son dada su incidencia en el devenir ciudadano. Sea como sea, el caso es que vi que por poniente, de donde venían las fuertes rachas de viento y agua, se estaban abriendo unos claros. Esta es la mía, me dije y, sin más, me eché encima el chubasquero y salí a la calle con intención de escampar en lo posible la boira que ya estaba empezando a descomponerme los sesos. Y así fue que nada más salir de la urbanización comprobé que todas las aceras estaban, hasta el último centímetro, ocupadas por coches. Habrá algún partido, pensé, y ya se sabe que la chusma toma cualquier acontecimiento a beneficio de inventario. Total que sorteando como pude los coches me dirigí en dirección levante más que nada porque era la forma de no enfrentar el viento. No tardé en llegar a la orilla del mar. Justa allí estaba el partido: la mar brava. Estaba abarrotado de gente contemplándola. Ni en los mejores días del verano había visto yo tal gentío en el Sardinero. Bien es verdad que la mayoría se hacían acompañar de su perro para, como les decía, estar en sintonía con el día. 

La mar estaba francamente revuelta y como era la hora de pleamar las olas saltaban sobre el petril del paseo marítimo e invadían las calzadas adyacentes. Lo raro era ver a alguien que no estuviese tomando fotos de lo que a su parecer, al parecer, debía ser un hecho extraordinario. Un récord más para que no decaiga la fiesta. Por fas o por nefas, ni hay día sin su afán ni mucho menos sin su récord, pensé. ¿De qué iban a vivir, si no, los medios de comunicación y las ingentes masas de aburridos? Desde luego, seguí pensando, con qué poco se contenta la gente. Y me acordé de Poirot. 

Un peu monotone, n´est pas? Eso es exactamente lo que hubiese dicho Poirot a cualquiera de los extasiados contemplantes. Una ola detrás de otra y toda la gracia consistiendo en esperar que la próxima llegue más lejos y al ser posible arrase algo, porque si no... ya me dirás tú. Si no hay estragos en condiciones, pensé, las acciones de la constructora que el otro día compré por consejo de mi banco, seguirán su imparable bajada. Con un poco de suerte, esto podría compensar las consecuencias de la crisis de Crimea. Porque es que, leches, no puede ser que no haya mal que por bien no venga. 

Y así es como transcurre la vida en la provincia. Apaciblemente. Pasando los días como si fuesen las olas del mar. Unos más bravos que otros. Y algunos, incluso, con sus pequeños estragos. Pero nada que no pueda arreglar Valdecilla o, en su defecto, Ferrovial. 

   

El Gran Schopen



Una de las cosas que por lo visto más le sorprendían al Gran Schopenhauer es la insistencia con la que los humanos nos aferramos a la vida. Para él no podía ser por otra cosa que porque no nos lo pensamos con detenimiento. Algún mecanismo debe de haber en nuestro cerebro que tan pronto le llegan sugerencias al respecto de lo mierda que es la vida en general hace saltar la tajadera, que diría un aragonés, y dirige el pensar hacia los fértiles campos de la esperanza. Porque mira que entre los duros aprendizajes, la adolescencia, las frustraciones, las incertidumbres, las ansiedades, y un largo etc., queda ya muy poco tiempo del que podamos decir que qué gusto estar vivo. Y no es porque no nos esforcemos lo suficiente por ser felices, que no hay trabajo que hagamos que no vaya encaminado a tal fin, pero hasta cuando conseguimos tocar cielo con las yemas de los dedos queda un regusto de amargura por la fugacidad del placer obtenido a costa de sabe Dios qué renuncias. 

Instinto de vida, perpetuación de la especie, lo que sea que está grabado a fuego en eso que ahora les ha dado por llamar código genético. Ya les vengo diciendo que cada vez creo más en Dios, sobre todo cuando escribe recto con renglones torcidos, porque supongo que es eso lo que está haciendo en Siria, Ucrania e, incluso, Cataluña. Instinto de vida, perpetuación de la especie y, así, a primera vista, parece que no hacemos otra cosa, por todos los medios, que intentar acabar con cualquier rastro de vida sobre el planeta a base de inventar conflictos a los que me resulta imposible encontrar otro fundamento que no sea la absoluta falta de inteligencia de aquellos que los provocan. 

Falta de inteligencia, de formación, de sentido común, como quieran llamarlo. Empezando por nosotros mismos, continuando con nuestros allegados y terminando con el mundo en su totalidad. Matamos a nuestro padre y sudamos a raudales para desentrañar los enigmas que nos allanan el camino a la cama de nuestra madre. Al final no nos queda más remedio que sacarnos los ojos porque no podemos resistir la vista de lo que hemos creado. Todos somos Edipo y da igual que lo sepamos. No hay forma de escapar a la tragedia. 

Y sin embargo, te quiero. ¡Te quiero tanto! ¿Por qué será? 

sábado, 1 de marzo de 2014

Nada



"Verá, y como le decía, usted siempre tuvo opciones. Pudo elegir y siempre eligió contra los más débiles. Entre los empresarios o los trabajadores, usted eligió ir contra los trabajadores. Entre la escuela pública y la privada, usted optó por ir a favor de la escuela privada. Entre pedir un esfuerzo a los pensionistas o pedírselo a la industria farmacéutica, usted se lo pidió a los pensionistas. Y entre subir los impuestos de las clases medias o subir los impuestos de las grandes fortunas, usted optó a favor de las grandes fortunas. Siempre contra los más débiles. ¿Sabe por qué, señor Rajoy? Porque son ustedes de derechas, porque usted es el líder de la derecha española. Ha sido usted coherente".

El gran problema que tenemos en el mundo es que hay mucha gente que piensa que el párrafo anterior da en el clavo. Se lo dijo el jefe de la oposición al presidente del gobierno en un debate parlamentario y el escenario, quizá, agrave un poco las cosas, pero la retahíla en sí se sobra y basta para demostrar hasta que punto puede llegar el cinismo en la política en aras de trincar parcelas de poder, es decir, de poder chupar de la piragua que diría Rafa el Proscrito. ¡Jo, lo que yo aprendí en mis paseos con los Proscritos por las colinas de Alar!

Un discurso universal y eterno. Siempre tocó y tocará las vísceras bajas de las inmensas mayorías de desarrapados de la tierra. Y es que nada tiene que ver el tener más o menos resuelta la vida con lo de ser un desarrapado. Se puede ser, por ejemplo, profesor en un instituto, o juez, o médico de la seguridad social, y tomar todos los días el aperitivo y comer de vez en cuando en buenos restaurantes, por no hablar de hacer todos los años tres jolies voyages alrededor del mundo, y sentirse un perfecto desarrapado en su fuero interno. Es mayormente a causa de esa sórdida emoción que es el resentimiento. 

El resentimiento, doble sentimiento, o sentir dolorosamente por sobrecarga, es como un río al que por todas las partes le llegan afluentes. De las montañas de la envidia, de las de la frustración, de las del sentimiento de culpa negado... nunca para de llegar fluido que hace subir los niveles provocando continuos desbordamientos. Son las cosas de la naturaleza que, por mucho que nos esforcemos, sólo se pueden encauzar en parte tomando la vida con mucha filosofía, es decir, privilegio de unos pocos. 

Y no por otra cosa es, por lo poco que impera la filosofía en el mundo, que siempre ganaran por goleada los discursos como el que les he transcrito sobre los que apelan a la propia responsabilidad. Como les decía el otro día de cosas parecidas, lo más probable es que tenga que ver con ese oscuro instinto de consuelo. Ese consuelo que tanto necesita una especie que tiene como principal hecho diferencial con todas las demás la previsión de un futuro ineluctable: la nada. En fin, qué cosas tiene la vida.