Si hubo algo que me gustó de niño, aparte de la pesca de truchas a mano quiero decir, eso fue las excursiones en bicicleta. Después, pasada la adolescencia y primera juventud, me vi involucrado en la estulticia generalizada que preconizaba el vehículo a motor como pasaporte al paraíso. Anduve unos cuantos años gastando tiempo y energías sin la menor finalidad al volante de los sucesivos coches que iba comprando a medida que los destartalaba al doble de velocidad de lo que era habitual. Me aburría tanto conducir que siempre les llevaba forzados, no porque corriese mucho sino por la pereza que me daba utilizar el cambio de marchas. Por no hablar de las distracciones que, todavía, me veo muchos días dando gracias a los dioses cuando caigo en el recuerdo de ciertas situaciones de las que sólo ellos con su poder sobrenatural me pudieron sacar. ¡Dios, se me erizan los pelos de pensarlo! Andaría por los cuarenta cuando me liberé de tal condena. Luego he vuelto ha tener coche un par de veces, pero por exclusivas razones logísticas, que para eso sí creo que puede ser útil el invento, aunque no tanto como tendemos a pensar. Anyway, andando todavía por la cuarentena y teniendo asentados mis reales en Salamanca, me compré la bicicleta con la que aún sigo rodando por donde se tercia, ya sea pour faire les courses, para atender una cita o, simplemente, por el retomado placer infantil de la excursión.
Así fue que el sábado estábamos María y yo como clavos a las nueve en la estación prestos a tomar el regional que nos debía depositar en la Meseta. Pensábamos rodar en dirección sur desde Herrera hasta Población de Campos donde hay un hostal la mar de acogedor. Nuestro gozo en un pozo, el regional no era regional a secas, era regional exprés, pequeño matiz que que conlleva la exclusión del transporte de bicicletas. Tuvimos que esperar una hora para poder subirnos al cercanías que nos llevó hasta Reinosa. Eran las once y media cuando desembarcamos junto a los jardines Cupido de la capital campurriana. No tardamos en comprobar que las circunstancias nos iban a favorecer y no poco. Como nos habíamos visto obligados a cambiar de planes, el nuevo proyecto era escalar el puerto de Pozazal para desde allí descender por el valle de Valderredible hasta Polientes. Pues bien, la escalada de Pozazal se vio tan favorecida por el fuerte viento del norte que soplaba que ni siquiera tuvimos que levantarnos del sillín para superar los más fuertes repechos. A las doce y media estábamos en la cumbre del puerto y a la una, tras un un vertiginoso descenso, en Villanueva de la Nía. Desde allí por el suave descenso que bordea el Ebro en poco más de una hora nos plantamos en Polientes con más hambre que el hijo del esquilador, como, no sé por qué, se solía decir antaño.
Esto del hambre que proporciona el pasarse la mañana pedaleando es algo que conviene no perder de vista porque, a la que te descuidas, vas, agarras, y te endosas entre pecho y espalda un plato de alubias con almejas, o de arroz con calamares, seguido por otro de lechazo con patatas y rematado todo ello por un pudin de queso, que te deja para el arrastre por las horas a venir. Que es más o menos lo que nos pasó cuando, llegados a Polientes, entramos en La Olma de cuyos encantos ya conocíamos de antiguo y dimos rienda suelta al deseo.
Polientes, no sé el porqué, es otro más de los muchos feudos vascos que hay en la provincia de Santander, y La Olma es su centro neurálgico. Su comedor está repleto de familias trigeneracionales de esas en las que los abuelos son los encargados de maleducar a los nietos para que, supongo, alcanzada la juventud ya les apetezca matar españolistas. Imagínense el bullicio. Entre el cansancio, el ruido, el vino, el lechazo y tal, salimos de allí sin poder pensar en otra cosa que no fuese ir al parque junto al río, extender el saco en el suelo y echar una cabezada. María ni siquiera se enteró de que tres perrazos que acompañaban a un korokótico se entretuvieron un buen rato olfateándonos. Yo, apercibido en todo momento, quieto parado y con el culo prieto hasta que se fueron. El Ebro a nuestros pies guardaba silencio. Más, sin duda, que cuando pasa por El Pilar. Hora y media aguantamos allí tendidos hasta que la declinación del sol le hizo inefectivo y empezamos a sentir frío. Nos fuimos para La Olma donde teníamos apalabrado el alojamiento.
La habitación era ridículamente pequeña, la cama una mierda y como eramos los únicos huéspedes, pues, claro, no iban a encender la calefacción. Nos dejaron una estufa eléctrica que tampoco era gran cosa. Allí sólo se podía estar dentro de la cama, tanto por el espacio como por el frío. La verdad, no lo entiendo, que en Tokio las habitaciones sean minúsculas puede tener explicación, pero en Polientes, donde el metro cuadrado no creo que llegue al céntimo de yen... así que pensamos que quizá en el bar se podría estar bien bebiendo cocacola por la cosa de que dicen que alivia las digestiones pesadas.
En principio el bar de La Olma recuerda un poco al Rosalynd´bar de Sicily. Sin duda allí está toda la diversión del pueblo. Tiene dos pantallas, una de ellas, la del fondo, gigantesca, en donde no se para de retransmitir fútbol. A todo volumen, como no podría ser de otra manera. Pero es que lo bueno es que a esa logomaquia histérica de los locutores se le intercalaba una música heavy cuyos graves, debido a la excelencia del equipo acústico, te hacían comprender la esencia primigenia del lugar representada en todos aquellos cuadros de diversos Corocotas en posición de inspirar mucho miedo al enemigo. Y por tal fue que una vez ingerida la cocacola prefiriesemos el frío de la calle que aquella genuina representación de la burricie. Desde luego, nos dijimos, como el Rosalynd de Sicily no vamos a encontrar nada por aquí ni en pintura.
Por la noche, mientras hacíamos una frugal colación, la dueña de La Olma nos cantó la palinodia. Por lo visto las apariencias engañan. Desde que empezó la crisis el negocio se ha dividido por diez. A diario a penas tienen clientes. Y el segundo comedor hace ya años que ºno le abren ni en verano. Y encima, nos dijo, la gente es maleducada y llega a cualquier hora y exigiendo. Porque, claro, antes daban de comer a los operarios de las nueve empresas de construcción que había en el pueblo, pero las nueve han quebrado.
¡Nueve empresas de construcción en Polientes! Con eso sólo ya tenemos suficiente para explicarnos la locura que se ha vivido en este país. Allí, en Polientes, no hay nada de nada y además, para llegar, salvo que lo hagas en bicicleta, te tienes que gastar una pasta en carburante. O sea, otro más de esos lugares para el ocio y diversión que, dado todos los que hay, no tocan ni a cliente por instalación.
Total, que a las nueve de la mañana se abría el bar y allí estabámos nosotros esperando, dispuestos a tomar algo y salir pitando hacia por donde pasa el tren para poder regresar a casa. Ebro arriba, hasta Villanueva de la Nia, fue un hermoso paseo en una no menos hermosa mañana de primavera. De Villanueva de la Nía a Quintañilla de las Torres todo perfecto si no hubiese sido porque tuvimos que enfrentar una ascensión ininterrumpida de más de cinco kilómetros. Como no nos lo esperábamos y siempre pensabas que aquello tenía que terminar tras la próxima curva y, además, no había grandes pendientes, pues, mal que bien, conseguimos superarlo, todo hay que decirlo, agraciados como íbamos por una brisilla que nos atizaba en el culo. De Quintanilla a Aguilar, subes un repecho y ya es todo cuesta abajo.
Aguilar parecía desierto, pero al llegar a la plaza, justo a la salida de Misa Mayor, pudimos ver una vez más la energía que desprende ese pueblo. Quizá, pensé, si, cuando entonces, en vez de en Alar me hubiese instalado aquí... quién sabe. Así fue que después de dar unas vueltas de inspección y comprobar los pocos cambios desde la última vez que estuvimos, nos dirigimos a Los Olmos, el restaurante que hay en el polígono industrial. Un lugar muy recomendable, se lo puedo asegurar. Nunca me ha fallado. A la calidad y precio de la comida se le añade la amabilidad típica de la gente a la que le va bien porque sabe hacer las cosas sin apurarse. Estaba aquello a reventar de gentes de la comarca. El cuádruple de personal y la cuarta parte de bullicio que en Polientes. Quizá la explicación esté en eso en lo que nunca he creído mucho, las identidades culturales. No sé, yo, en cualquier caso, de existir, me quedo con la palentina. No sé por qué, pero siempre me ha tirado ese rincón del mundo y todavía no sé si...
Bien comidos y bebidos nos dirigimos a la estación para tomar el tren de vuelta a casa. Creíamos que pasaba uno hacia las cuatro, pero con el cambio de horarios tuvimos que esperar hasta las siete. Menos mal que ancha es Castilla y por otra parte yo siempre echo el saco al transportín. Así que buscamos un lugar apartado y al socaire para echar la siesta que no otra cosa pedía el cuerpo. Cuando caía el sol volvimos a la estación y, ¡vaya por Dios!, al sacar el billete el factor me dijo que no íbamos a poder llevar las bicicletas. Esa gente emputecida que sólo se consuela fastidiando al prójimo. Llegó el tren puntual y prácticamente vacío. Subimos las bicicletas y eran las únicas en el departamento acondicionado al efecto de transportarlas con seguridad y sin molestias para los viajeros. El revisor nos hizo pagar tres euros por cada una. Y de paso nos explicó la sutileza semántica que hay entre regional y regional exprés. Desde luego que se aprende mucho yendo por ahí de excursión. Sobre todo si vas en bicicleta.
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