Instinto de vida, perpetuación de la especie, lo que sea que está grabado a fuego en eso que ahora les ha dado por llamar código genético. Ya les vengo diciendo que cada vez creo más en Dios, sobre todo cuando escribe recto con renglones torcidos, porque supongo que es eso lo que está haciendo en Siria, Ucrania e, incluso, Cataluña. Instinto de vida, perpetuación de la especie y, así, a primera vista, parece que no hacemos otra cosa, por todos los medios, que intentar acabar con cualquier rastro de vida sobre el planeta a base de inventar conflictos a los que me resulta imposible encontrar otro fundamento que no sea la absoluta falta de inteligencia de aquellos que los provocan.
Falta de inteligencia, de formación, de sentido común, como quieran llamarlo. Empezando por nosotros mismos, continuando con nuestros allegados y terminando con el mundo en su totalidad. Matamos a nuestro padre y sudamos a raudales para desentrañar los enigmas que nos allanan el camino a la cama de nuestra madre. Al final no nos queda más remedio que sacarnos los ojos porque no podemos resistir la vista de lo que hemos creado. Todos somos Edipo y da igual que lo sepamos. No hay forma de escapar a la tragedia.
Y sin embargo, te quiero. ¡Te quiero tanto! ¿Por qué será?
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