sábado, 22 de marzo de 2014

Subir montañas



Como por el querer de los dioses di en nacer en un lugar y época en los que la predominancia absoluta la ostenta el homus ociosus, es natural que una de las principales constantes de mi vida haya sido la de verme filosofando con los amigos sobre la mejor manera de "montárselo" para que las consecuencias de la ociosidad no te precipiten por los sucesivos círculos del infierno hasta el mismísimo fondo. 

Fue hace tres días o así que volvíamos a la carga mientras tomábamos el café de media mañana en una soleada terraza del Sardinero. ¿Qué hacer?, que diría Lenin. Cada cual, como no podía ser menos a estas edades, mostraba sus recetas, eso sí, sazonadas siempre de un prudente, o sabio, escepticismo. Hablar por hablar, en definitiva, para ahuyentar por un rato a los fantasmas molestos que vuelven y vuelven y vuelven a nada que uno se quede a solas con su ombligo.  

Sostenía yo que, en mi caso, la única escapatoria es subir montañas sin parar. Bueno, no es que sea un descubrimiento mío, que no otra fue la conclusión a la que llegué tras las numerosas lecciones recibidas de los más esclarecidos maestros. Aunque, confieso, no fue fácil entenderlos. O aceptar que no hubiese más caminos que aquellos tan esforzados. El predominio de Dionisos, pour quoi pas, te decías. La comunión con la naturaleza y todas esas mandangas. Saber montárselo, como se decía. Y se contaban historias muy tiernas de gentes encantadoras que habitaban paraísos. Me costó dejar de creer y empezar a razonar. 

Todavía tengo vivo en el recuerdo la primera vez que subí a una montaña importante en el sentido literal del término. Andaría por los veinte y de toda la partida sólo coronamos dos. Fue muy gratificante. Se trataba del Castro Valnera que, por aquellos años, había que estar muy iniciado para saber donde estaba. No fue como es ahora. Para acercarse al campamento base había que madrugar mucho para tomar el camión de la leche que te subía en la caja, entre las ollas, hasta La Concha. Desde allí ya era todo andando y sabe Dios con qué calzado. Quizá por aquel entonces pasaban años antes de que alguien hollase aquella cumbre. Por eso la gesta tuvo el sabor de lo pionero. O sea, mayor valor añadido, por así decirlo. 

La última, sigo con el sentido literal, fue hace poco más de cuatro años. Nos lo tomamos con la parsimonia propia de quien ya conoce el percal. Nos levantamos a la hora habitual, desayunamos como siempre, hicimos unos bocatas, nos subimos al coche y bordeando los pantanos llegamos a Vidrieros. Allí empezamos la escalada del Curavacas. Fue realmente glorioso. Nunca creí que pudiese aspirar a tanto y sin embargo, coronada la cumbre tuve la sensación momentánea de poder aspirar a mucho más. El descenso fue costoso y la semana siguiente ni te digo cada vez que bajaba escaleras. Parecía, entonces, que me clavaban cuchillos en el cuádriceps. Pero me daba igual, porque aquel día se había convertido en uno de los hitos imborrables de mi ya larga trayectoria. Un impulso a la autoestima para seguir afrontando retos de cierto calado. 

Así es que como todo lo real suele tener su metáfora, pues eso, que raro es el día que no me invente montaña que subir porque, si no, no sé qué otra mejor cosa podría hacer para, como digo, ahuyentar a los fantasmas.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario