domingo, 9 de marzo de 2014

La dulce venganza del tiempo

 
 
El tiempo que pasa nos hace viejos. Peligrosamente viejos ya, a qué engañarse, pero también, a veces, nos trae el dulce sabor de la venganza. La venganza inesperada, la que se da por el propio peso de las cosas, por la tendencia que todo tiene a colocarse, a la postre, en el sitio que le corresponde. Y así es que diez años después de aquel espantoso 11 de marzo es buen momento para pararse un rato a considerar en que quedó toda aquella balumba de asquerosos intereses puestos en danza antes de que se apagase el rugir de las sirenas.

Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. En un momento inicial pensé que había sido ETA e inmediatamente deduje que habían cavado su propia tumba en particular y la del nacionalismo vasco en general. Creo que el conjunto de los españoles no hubiesen podido soportar que fuese de otra manera de haber sido ellos. Por cualquier procedimiento que hubiese sido necesario. Por eso fue que casi todos sentimos alivio cuando los primeros indicios apuntaban hacia otra autoría. De alguna forma intuimos que así nos librábamos de tener que aplicar una dolorosa cirugía que no iba a ser barata. Cargar contra los moros, por contra, era pan comido. La antipatía que despertaban no era cosa de dos día para atrás. Y después de lo de las Torres Gemelas, ya, ni te digo. Había quedado claro, esa gente, después de aquello, deberían andar de aquí para allá por el desierto no cuarenta años sino para los restos. Y en ello están, matándose los unos a los otros a falta de mejor entretenimiento. O a falta de infieles si mejor quieren.

Yo aquel aciago día estaba en mi castillo de la Serrallada Central, sintiéndome asediado por la furia del nacionalismo irredento. Cualquier cosa menos paranoia se lo puedo asegurar. Y entonces voy y me entero de lo que ha pasado y sólo tengo ganas de llorar. Cojo, agarro, y en medio de la confusión me escapo hacia la ciudad. A Barcelona. A partir de ahí, rabia y asco. Pocas veces en la vida se habrá visto junta tanta bajeza moral. Ni siquiera habían pasado 24 horas desde la masacre y ya estaban los unos escondiendo los muertos y los otros aireándolos. Y así fue que nunca hubo unos que perdieran las elecciones que se celebraron a los cuatro días con mayor justicia ni otros que las ganasen con menos. Ya saben lo que después vino, los años de los miembros y las miembras, de la estulticia global, de la decadencia absoluta, de la negación de una evidencia más negra que el sobaco de un grillo que diría el "proscrito".

Bueno, como dijo Nosequién, nada es en vano. Juraría yo que hoy estamos mucho mejor que en aquel entonces de oropeles al que puso fin el atentado. En lo que a mí hace, no me cabe la menor duda. El único asedio que siento ahora es el de mis viejos huesos. Lo demás, todo muy llevadero con sus sanas alegrías, las propias de ver como las aguas vuelven a sus cauces naturales. Los Aznares, los Zapateros, los PedrosJs, las Intereconomías, los nacionalismos irredentos, las ideologías sólidas... en fin, un montón de todas aquellas estúpidas cosas que se habían instalado en las cumbres de la actualidad ahora ruedan y ruedan ladera abajo hacia un destino de mofa e ignominia. Esa es nuestra venganza. La dulce venganza que nos regala el tiempo que pasa.  

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