Hay una cosa que suelo comentar con los amigos y en la que en términos generales estamos bastante de acuerdo: si en España mejorase el civismo habría pocos países capaces de igualarnos en calidad de vida. Tenemos unos servicios envidiables que no pueden ser sino el resultado de un alto nivel profesional y, por así decirlo, moral, de millones de personas. Hay un poso cultural sedimentado a lo largo de los siglos que se manifiesta al doblar cualquier esquina en el más remoto escondrijo. Por no hablar de los favores concedidos graciosamente por la divinidad a efectos de geografía que hacen que en el apenas medio millón de kilómetros cuadrados que ocupamos tengamos tal variedad de climas y paisajes amén de ventajas estratégicas que no es extraño que tanta gente a lo largo de la historia haya procurado por todos los medios asentarse por aquí.
Pero, ya digo, ¡ay!, el civismo. La conciencia del otro. La responsabilidad por los propios actos. El respeto de la ley. ¿Cómo estamos en esas cosas? Cómo estamos, claro está, por comparación a otros. A otros a los quisiéramos parecernos en esos aspectos y a otros a los que no quisiéramos. ¿Estamos mejorando al respecto o vamos marcha atrás? He oído de todo y mi opinión es que avanzamos. La sociedad se va protestantizando insensiblemente y cada vez más gente va cayendo en la cuenta de que pagar el IVA le beneficia. Lo mismo que reciclar las basuras. Pequeños pasos si se piensa en lo que se necesita. Grandes pasos si se considera de donde venimos.
De dónde venimos. La cultura que arrastramos. Que piense cada uno las cosas que llegó a hacer sin apenas plantearse su catadura y que ahora, al recordarlo en las horas bajas, se cae el alma a los pies. Yo y mis amigos y mi familia por un lado, y los otros por el otro. En eso se resumía todo. Por así decirlo, éramos todos sicilianos. Y al parar en el semáforo aprovechávamos el interín para vaciar de colillas el cenicero. En el suelo, in the middle of the road a quién le podía molestar. Esa era la filosofía: no ver más allá de las propias narices. Egoísmo infantiloide.
Egoísmo infantiloide que puede alcanzar proporciones de locura y entonces tenemos las clásicas familias Pujol, unas pocas afortunadamente, que están para encerrarlas. Francamente, creo que se les da demasiada importancia y no por nada sino porque al resaltarlas tratamos de hacer pasar desapercibido ese otro egoísmo infantiloide de baja intensidad, como de válvula de escape, que se extiende en sábana por toda la sociedad y que, no nos engañemos, es el que no para de darnos pol saco a todo lo largo del día.
Ya digo, yo es que, como no está bien visto dar tortas, me forraría a poner multas. Porque es que salgo de casa y no he llegado al bar de la esquina y ya me he topado con un montón de listillos que van dejando por ahí sus cagaditas. ¡Qué les voy a decir al respecto que no sepan!
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