lunes, 11 de agosto de 2014

El triunfo del bien


 
 
Cuando hay guerras por ahí lo primero que hay que hacer es cerciorarse de qué lado está el que te la cuenta. Y, en cualquier caso, pensar que los horrores se reparten más o menos por igual en ambos bandos. Cuando se desatan las pasiones, eso es una guerra, las ideas y los principios no cuentan. Y siempre, por definición, como pasa ahora en Irak, el adversario es un adorador del diablo. Porque, en el fondo, y en la superficie, todas las guerras son guerras de religión. Dios contra el diablo: más viejo que las ventosidades. 

En definitiva, Dios, por mucho que le cueste, siempre acaba ganando porque es más fuerte que el diablo. Más fuerte, o sea, tiene más razón o, mejor si quieren, es más bueno. Así es la lógica implacable que viene rigiendo los destinos del mundo desde sus albores. Y por eso estamos como estamos, lo más seguro mucho mejor de lo que estábamos, aunque nunca podremos saber si no hubiéramos estado todavía mejor si de vez en cuando hubiese ganado el diablo.

Si Aníbal hubiese entrado en Roma, que lo tenía chupado, o si el mando aliado no le hubiese prohibido a Patton seguir hasta Moscú, que también lo tenía chupado, ¿cómo sería el mundo ahora? Me temo que más o menos igual a como es. Porque, seguramente, da igual que unos traten de impedirlo y otros de imponerlo: la liberación del individuo/lobo que todos llevamos dentro tiene su particular paso a paso y a nada que las circunstancias se pongan adversas la dirección se invierte y se vuelve al corderito en busca de Pastor. 

 En fin, que no se me descarríen, no más.

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