—¿Qué le saca de quicio, si es que algo consigue desquiciarlo?
—Probablemente la ignorancia, es lo que más me irrita, y además creo que, en gran medida, la maldad proviene casi siempre de la ignorancia. No siempre, pero casi siempre.
Lo anterior está sacado de una entrevista a Emilio Lamo de Espinosa que publica hoy el ABC. Ya saben que no me gusta en absoluto recomendar lecturas, pero con esta entrevista quiero hacer una excepción: se la recomiendo vivamente. Si no consiguen encontrarla les puedo mandar el enlace.
El caso es que mis hermanos, que bien se lo tienen merecido, alquilan una casa en un bello rincón cualquiera de la provincia para sacarse de encima los rigores del agosto madrileño. Van a la playa, dan paseos, leen en el porche... esas cosas. Luego vendrán los hijos con los nietos y el disfrute será doble. Pero, ¡ay!, los perinquinosos peros. El paraíso está asediado por la ignorancia. Una vecindad deplorable. Los perros, la rotaflex, la lijadora, la radio a todo volumen... el manantial inagotable de maldad que fluye de la ignorancia de forma natural, es decir, sin que exista una intencionalidad consciente. Se fastidia al que se supone que es más que tú de la misma manera que se bebe agua cuando se tiene sed. Es la búsqueda incesante de consuelo del alma desgraciada.
Y es que, se lo puedo asegurar con casi absoluta seguridad, no hay nada como la ignorancia para generar susceptibilidades. El ignorante no puede evitar intuir que el que posee saberes los utiliza para aprovecharse de él. El señorito, en definitiva, se ríe, se aprovecha, nos desprecia... y eso no lo vamos a consentir. Y entonces, todo es verle en el porche con un libro entre las manos y sacar la rotaflex o poner el perro a ladrar. Es un acto reflejo como, por lo demás, lo son todas las maldades. Porque, sencillamente, para esa vecindad, mis hermanos con su vida civilizada, son un espejo en el que no les gusta verse reflejados y por eso quieren romperle. Quieren que se vayan, que no vuelvan. Que de venir alguien, que sea como ellos, con sus gustos y costumbres para poder contemplarse y verse en ellos con todo su primitivo esplendor y no parar de regodearse mientras crece su ignorancia y resentimiento.
A mí, tengo que confesarlo, esos lugares idílicos me siguen produciendo una especie de nostalgia enfermiza de mis lejanos devaneos a la sombra de La Peña Pelada. Pero como al fin he conseguido, a base de escarmientos, todo hay que decirlo, que mi razón ponga en su sitio a los sentimientos, he desistido de todo punto de volver a las andadas. Ahora, lo único que me preocupa a la hora de asentar mis reales es el nivel de conocimientos de la gente que anda por los alrededores. Porque hay una cosa que aprendí de Shopenhauer y la tengo por dogma de fe: la diferencia entre un ilustrado y un iletrado es que con el primero, por mucho que discrepes con él en lo que sea, siempre puedes llegar a un compromiso hablando. Con el iletrado, o tragas, o te vas, o acabas a tortas. No hay otra.
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