Uno se pasa la vida tratando de afinar los instrumentos de los que nos valemos para mejorar esa percepción. Pensamos que lo conseguimos informándonos, contrastando opiniones, estudiando cálculo, etc., y a la hora de la verdad es el vago del pueblo el que más acierta porque no tiene restricciones intelectuales a la hora de dejarse llevar por la pura intuición. Todo esto, en verdad, es muy extraño y da mucho en qué pensar.
El caso es que, si bien se mira, todo este tinglado que llamamos sociedad no es otra cosa que la incansable lucha que se traen los unos por influir con sus trucos en la percepción que tienen los otros de la realidad. Cuanto más convenzo de que el mundo es como me conviene, mejor vivo y, de ahí, que no sea cosa de andarse con muchos remilgos. Así nace el arte de pintar las conjeturas para que parezcan hechos y de amputar los hechos para dejarlos en simples conjeturas. Hay ejércitos de mercenarios que viven divinamente de practicar esas artesanías a beneficio del mejor postor. Y, en situaciones como la que se avecina, de elecciones y tal, la guerra de manipulaciones es total. Nadie se puede parar en mientes por razones de tipo ético o similares porque lo que está en juego es la manutención de la prole afín.
Pues bien, lo realmente sorprendente de todo esto es que, sabiéndolo como lo sabemos, nos pasemos el día leyendo periódicos, comentando chascarrillos, mirando telediarios, y cosas por el estilo sin el menor interés. Porque esto es exactamente igual que el fútbol y no hay otra: ganan los equipos que tienen mayor presupuesto y, por tal, puede contratar a los mejores mercenarios. O sea, que la cosa en su conjunto no tiene el menor interés.
¡Espabilemos amigos! Organicemos una excursión por el campo con paradas para repostar y dejémonos de mandangas.
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