Yo no sé si para ser cocinero de postín será o no será de obligado cumplimiento la condición de miope, pero todo parece indicar que sí. De otra manera no se comprendería el porqué de esa necesidad de acercar el rostro con todos sus orificios excretores a menos de diez centímetros de los alimentos en preparación. Es esta proximidad una cosa a la que no parece dársele la menor importancia, hasta el punto de pasar inadvertida para los expertos de lo exquisito, pero se mire como se mire es una verdadera asquerosidad. Pienso yo que si tanta precisión necesitan, cosa que tampoco entiendo, al menos podrían hacer como los relojeros o cirujanos de precisión que se colocan un artilugio de aumento de la imagen delante del ojo para poder realizar su tarea guardando una distancia decorosa con el objeto manipulado.
Este negocio de la restauración es bien curioso. En principio parece ser el único oficio para el que cualquier español se siente preparado. Así fue que a principios de los ochenta, cuando mandaron a tantos obreros industriales a sus casas con una cierta indemnización, gran número de ellos optaron por emplear ese dinero en montar un negocio hostelero. Así, de la noche a la mañana, en la manzana en la que por entonces vivía en Barcelona, los bares pasaron de uno a diez y, todo hay que decirlo, si uno era malo el otro era horroroso. Pero pasaron los años y no cerraron y, hoy, siguen allí igual de malos y regentados por chinos en la mayoría de los casos.
La cuestión es que algo que parece tan sencillo como es dar de comer no lo es en absoluto si nos atenemos a la experiencia. Dar de comer, quiero decir, con una cierta cierta clase y a un precio razonable. Una cierta clase, eh ahí el nudo gordiano de la cuestión. ¿Qué significa cierta clase para la inmensa mayoría de la gente? ¿Acaso "Ornamento y delito" fue alguna vez un best-seller y menos en nuestro país? Aquí, por lo general, la sencillez, o el minimalismo, son sinónimos de pobretonería y tristeza. Cuando más llenos estén los espacios de todo lo habido y por haber y con más intensidad se ataque a todos los sentidos desde todos los ángulos mejor que mejor para sentir la plenitud de la vida que se dice. Es la desgracia de la sancta simplicitas, creer que te estás salvando cuando estás labrando tu propia condena.
La gente con escasa cultura, como esos cocineros de postín y su corte de adoradores, cifran su prestigio en la supuesta sofisticación del barroquismo. Su pretendido mérito es hacer endemoniadamente complicado lo que por naturaleza es elemental. Su mezquino entendimiento les hace creer que un garabato de vinagre reducido, o sea, con un gasto superfluo de energía, alrededor de la lechuga es sinónimo de buen gusto y calidad. ¡Oye! Si para hacer ese garabato se necesitase echar mano del cálculo infinitesimal no digo que la cosa no tendría entonces su aquel. Pero, no, es todo innecesario más allá de que la lechuga esté fresca y el vinagre sea de cierta calidad. Y eso, como es obvio, no sirve para los mentecatos que buscan su diferenciación de los demás por métodos que no requieren como les decía del dominio del cálculo infinitesimal o cosa por estilo que exija el previo desgaste de los codos.
Para que nos entendamos, una cosa sencilla como es cocinar requiere para salir bien que lo haga una persona consciente de esa sencillez. Hay que partir del principio de que cuando alguien está reconciliado con la vida y hace unas cuantas horas que no ha ingerido alimentos suele ser muy poco exigente con la comida. Así que lo único que hay que cuidar entonces es el postpandrio, o sea, que la metabolización de lo comido sea lo más silenciosa posible. Es decir, alimentos de proximidad y temporada poco elaborados y en cantidad contenida y aquí se acaba toda la ciencia. Lo demás, como todos los barroquismos, pura miopía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario