Pues bien, anoche escuché otra cosa que por lo menos para mí es bien chocante. Resulta que por varios países de Europa, España incluida, hay una profesión debidamente reglada por las leyes que consiste en estar capacitado técnicamente para proporcionar placer sexual a las personas discapacitadas. El derecho al orgasmo como decía con la impavidez que la caracteriza Élisabeth Quin mientras en una pantalla que hacía de fondo un profesional practicaba una felación a una señora en silla de ruedas. Bueno, no creo que uno se pueda considerar como muy pacato, pero tengo que reconocer que estas cosas me producen un cierto escalofrío por la espina dorsal. El sexo como algo puramente mecánico, es decir, sin ese punto de irracionalidad que le da la atracción animal, la verdad, no alcanzo a comprenderlo, aunque, claro, no por ello dejo de reconocer que son las circunstancias de cada cual las que condicionan las entendederas. Me hubiese visto yo postrado y hubiera considerado un derecho inalienable la prestación por parte del Estado de los más conspicuos servicios.
En fin, sea como sea, lo innegable es que en este occidente que vivimos hay algo como de utopía final. Es todo tan sofisticado que a veces se hace indistinguible lo que son triunfos de lo que son monstruos de la razón. Así, no es mucho de extrañar que haya gentes venidas de afuera que miren, vean bajo su prisma, se vuelvan locos y se pongan a matar. Supongo que es el peaje que hay que pagar por querer parecerse a los dioses. Al fin y al cabo, Prometeo nunca se fue.
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