domingo, 9 de junio de 2013

Las trampas de la decadencia



When people learn that their time is coming to an end, they often do the things they neglected in life: travel, visit friends—anything but what they did in their “normal” lives.  Hitchens just kept on writing, for that was what he was born for, what he loved to do.  He didn’t need to change his habits when death was nigh (near), because he had lived exactly the way he wanted.


McEwan sobre Hitchens.

Los sabios no decaen. Esa es al menos la conclusión que se puede extraer leyendo la descripción que hace Ian McEwan de los últimos días y horas de Hitchens. La verdad, creo que aunque fuese una más de las ficciones de McEwan merecería la pena que fuese lectura obligatoria para graduarse en cualquier escuela del mundo. Cuando una persona ha vivido como ha querido lo que menos le importa es morirse. Esa es la conclusión. 

El problema es cuando los años no te hacen sabio porque te has preocupado de todo menos de cultivar la cabeza. Es lo más común. Entonces, al envejecer, sin darte cuenta caes en todas las trampas de la decadencia. Para empezar la remontada del conservadurismo. La de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ya señalan ciertos textos presocráticos como los viejos de aquel lejano entonces se quejaban de lo mal educada que estaba la juventud de la época. En nuestros tiempos eso no pasaba, se quejaban... esa patraña. Lo más conspicuo del caso es que nunca se vio a uno de esos viejos aceptar una mínima parte de responsabilidad o culpa por esa, según ellos, mala educación, o pérdida de valores, de los jóvenes. Éste es, sin duda, otro de los signos patognomónicos (inapelables) de la decadencia. 

La presunción de inocencia unida al inequívoco razonamiento conservador hace de la mayoría de los viejos seres repudiables, que no es por casualidad que los familiares tiendan a ignorarles e incluso darles trato vejatorio. Y a ellos, como si fuesen Cataluña, ese ente antropomorfo, no les da el cerebro para otra cosa que no sea la queja que no cesa. Triste destino, en fin, el de los que de jóvenes no quisieron, o supieron, arriesgar tiempo y fortuna en cultivar la cabeza, ese campo que a buen seguro es el único que devuelve cien por cada uno que se siembra.  




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