Para mí la mariguana no significó sino una muleta para poder seguir caminando a trancas y barrancas. Aliviaba la pesadumbre que me corroía el alma. Me proporcionaba momentos de gloria que me cosían a la vida. En definitiva, una terapia como cualquier otra de las que echa mano la gente atribulada, si bien, en este caso, al no estar avalada por la autoridad competente, presenta a las claras no pocas características de índole problemática, derivadas todas ellas, más que nada, de las cuestiones logísticas. Es decir, las naturales dificultades de suministro a las que condena un comercio cuyo valor añadido es una función del riesgo subsecuente a la prohibición.
Todas esas cosas a las que te sometes con resignación cuando todavía conservas un ápice de rebeldía, la suficiente, en cualquier caso, para no correr al ambulatorio a por las correspondientes dosis de prozac. El prozac o similares, que eso si que tiene enganchados a millones de personas a las que nadie mira cuando pasan porque como no exhalan humos olorosos apenas se les nota.
Y ese es el caso, que, salvo esa inevitable experimentación del adolescente, cuando se fuma mariguana no se hace otra cosa que medicarse contra la depresión o como le quieran decir al no poder soportar la vida. Una medicación que entre otras ventajas tiene la de ser muy poco adictiva. Por no hablar de lo barata que le sale al erario público.
Bueno, parece ser que las autoridades de muchos sitios están empezando a aceptar que las cosas son así. Y por eso la despenalizan. Una verdadera pena porque me consta que a la cannabina le viene de madre el efecto coadyuvante de la transgresión. Recuerdo que aquello de ir a pillar por los bajos fondos de la ciudad me daba mucha vidilla. ¡Qué tiempos aquellos!
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