sábado, 15 de junio de 2013

Mujeres



Como anoche me quedé clavado tres horas contemplando los primeros capítulos de la serie Odysseus que tratan, mayormente, sobre la obstinada fidelidad de Penélope, hoy, como no podía ser menos, me ha dado por pensar en las mujeres que se convirtieron en arquetipos del género femenino más allá de lo que nos tenía acostumbrados la mitología olímpica. Comentaré sobre algunas.

Por supuesto, Penélope, la mujer diez a quien veinte años de espera no desgastan un ápice su fidelidad hacia Ulises. Por definición, tiene que ser una mujer aburrida. Todas las noches, año tras año, mirando con cara de palo como los pretendientes se desangran de tanto codiciarla. Desde luego que de todas las tretas que ideó Ulises ninguna tan ingeniosa como la utilizada para conseguir esa fidelidad. No sabemos en qué consistió, pero tuvo que haberla porque de lo contrario no es normal. Lo que no darían las grandes corporaciones de hoy día por conocerla para fidelizar de una vez por todas a sus clientes. Quizá el secreto consista en insuflar un alma perruna. Pero hasta los perros se van con otro cuando su dueño no les suministra manutención. Lo de que reconocieron a Ulises después de veinte años de ausencia es pura leyenda ejemplarizante. Como lo del tapiz de Penélope. Francamente, no me lo creo. 

Me creo mucho más la de Climtenestra. Ella puso de escusa que su esposo Agamenón había sacrificado a su hija  Ifigenia a la diosa Diana la de los dardos certeros. La de los dardos certeros y el cuerpazo que dejaba de piedra a los hombres que osaban mirarlo. Vade retro. Ya lo decía Critilo, que a ver quién es el guapo que se averigua con una que además de bella es inteligente. Porque el caso fue, según dicen, que Agamenón tenía a todos sus hombre sublevados sin querer hacerse a la mar y no por miedo a las tormentas sino por desconfiar de la fidelidad de sus mujeres. Si  nos vamos a conquistar Troya, argumentaban, a la vuelta encontraremos que otro hombre ocupa nuestro lecho. Y tenían razón y más le hubiese valido a Agamenón escucharles, porque con él sí que se cumplió el presagio con las consecuencias de todos conocidas. ¡Pues anda que no ha dado que hablar! Sacrificar cualquier cosa a la castidad, aunque sea la propia hija, en efecto, es la mayor ingenuidad que uno puede cometer. Los seres humanos son esclavos del deseo y, éste, hijo de las hormonas. No hay nada que hacer al respecto que no sea aceptarlo o vivir permanentemente encabronado. Aunque reconozco que, no por verosimil, a Climtenestra le faltó  finezza florentina. Y bien que lo pagó después a manos de su propio hijo, pero esa es otra historia. 


Para finezza la de la mujer de Candaules. Tanta que ni siquiera su nombre ha transcendido. Siempre se dira "la mujer de Candaules y después de Giges". Si en mi pueblo hubiesen sabido lo de Candaules en vez de decir "eres más tonto que Abundio que fue a cagar y se quitó la corbata" habieran dicho "que Candaules... por lo que sigue. Porque Candaules no paraba de presumir de lo buena que estaba su mujer y quiso que Giges, su mejor amigo la viese desnuda para seguir presumiendo con más fundamento si cabe. Efectivamente, Giges, escondido tras la cortina, la vio desnuda. Y la mujer de Candaules se percató de la jugada, calló, y preparó la suya. Llamo a Giges y le dijo: el que ve a la reina desnuda es reo de la pena capital; sólo tienes una opción, matar a Candaules y casarte después conmigo. Y así fue que, sin mancharse las manos, la reina de la casa cambió de semental. Una historia, en definitiva que se repite mucho más de lo que se pudiera pensar a simple vista. Cambiar un tonto por otro que lo parece menos sin por ello sentir culpa es lo que en el fondo, supongo, están deseando, sino la mayoría, sí unas cuantas bastantes. 

En fin, ¡mujeres!



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