jueves, 7 de noviembre de 2013

¡Albricias!



Últimamente no hago otra cosa cosa que escuchar, o leer, buenas noticias. Por no aburrir les citaré y comentaré un par de ellas: cierran la televisión pública valenciana y Sara Carbonero no quiere que su hijo se llame Iker. 

He visto la televisión valenciana muy pocas veces y además hace ya muchos años. Pero hay una cosa que recuerdo perfectamente, siempre que la veía el único sentimiento que me producía era de perplejidad. Sencillamente no podía comprender cómo se podía financiar con dinero público una cosa como aquella. Claro, yo la veía siempre por la noche, cuando los programas por lo general suelen ser de entretenimiento. Quizá si la hubiese visto a otras horas del día podría haber sacado otras conclusiones, pero, así y todo, a una televisión que trata de entretener con ese tipo de vulgaridades poca credibilidad le queda para el resto de actividades. 

Hay quien opina que todas las televisiones debieran ser privadas lo mismo que los hay que opinan que todas debieran ser públicas. Gente mamarracha en ambos casos. Como la enseñanza, la sanidad o cualquier otra cosa la televisión lo único que tiene que ser es buena. Públicas son la BBC y ARTE, verdaderas joyas, y, también, la legión de televisiones autonómicas que, sin excepción, son de vergüenza ajena. Privadas, la CNN, CNBC, SKY NEWS, Blomberg TV, cuya calidad huelga alabar, y, también, toda esa basura berlusconiana que rechifla al populacho. Porque esa es la cuestión, con el dinero, venga de donde venga, se pueden hacer las cosas bien o mal a efectos de mercado y, también, bien o mal a efectos de moralidad pública. Pues bien, tanto a efectos de mercado según dicen los números, como a efectos de moralidad pública según mis recuerdos, la televisión pública valenciana es un verdadero bodrio y por eso me alegro un montón de que la cierren y, ya, sólo me queda pedir a los dioses que cunda el ejemplo porque, ya digo, hay aquí tajo para dar y tomar. 

Sólo añadiré para sustentar mi tesis sobre la perversidad moral de las televisiones autonómicas que, todas sin excepción, son verdaderas máquinas de exaltación del terruño. O sea, que no hacen otra cosa que echar gasolina al fuego en el que se queman las capas más ignorantes, populares, iletradas, o como quieran decirlo de la sociedad. Para ser útiles, supongo, esas televisiones debieran tener como principal misión la de mostrar todo lo bueno que hay más allá de los límites del corral propio, no por nada sino por tratar de estimular el afán de emulación que todo ser humano lleva dentro de sí. Pero claro, emular lo bueno exige esfuerzo y nada más ajeno a la propaganda política que preconizar el esfuerzo, sobre todo el individual, como motor de despegue. En fin. ¡Alabado sea Dios!

Por otra parte, lo de Sara Carbonero me parece de un oportuno enternecedor. Y mira que seguro que a la chica le habrá costado algún disgustillo porque, en el fondo, les está mandando un mensaje a los padres de su marido con ciertos ingredientes de condena y hasta de desprecio. Y es que ha habido en España una moda entre ciertos sectores de la sociedad de poner a los hijos nombres vascos. Justo los mismos nombres que ostentaban los especialistas en el tiro a la nuca. Sin duda tenía algo de provocación. Como si fuese una forma de decir, bautizo de los hijos mediante, que se estaba a favor de la autodeterminación de los pueblos y todas esas cosas que son justo las que más enervan a la gente civilizada. Iker, Unai, Koldo, son nombres que estarán por muchos años unidos en el imaginario colectivo a las imágenes espeluznantes del terrorismo etarra. Sé que es irracional, pero no más que cualquiera de las otras trampas que nos tiende el inconsciente. Se le digo con conocimiento de causa porque no han sido ni una ni dos las veces que he tenido que sentir la mirada inquisitorial al exhibir mis apellidos de profunda raigambre vasca. Así que, ya les digo, ¡un bravo por Sara!  


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