domingo, 3 de noviembre de 2013

El mantra



A estas alturas de la vida y, sobre todo, si te gusta largar homilías a diario es inevitable que acabes repitiendo más que el ajo. Así y todo, en ciertos asuntos, no me duele que así sea porque al haber sido hallazgos que me sirvieron para no hacer el melón tantas y tantas veces, pienso que pueden ser de alguna ayuda al común de los mortales. 

El asunto en cuestión es a propósito de esa inveterada tendencia que tenemos los humanos a buscar excusas, justificaciones, componendas y demás, cada vez que metemos la pata. O sea, prácticamente a todas las horas porque si hay en la vida de cualquier persona una constante esa es la de la equivocación. Nos equivocamos constantemente en casi todo lo que hacemos y la única diferencia en cuanto a las consecuencias entre unas y otras personas es que a unas les sirve para aprender y a otras para emperrarse. O enzoquetarse. 

Ser del primer tipo de personas debe de ser, pienso, una aspiración permanente. Pero no se hagan ilusiones porque es sumamente difícil y, más difícil todavía, conservar ese status si por ventura hubiese sido alcanzado. La humildad es débil y el amor propio un perro gorilero que nos tiene cogidos por salva sea la parte. Así es que nada tiene de extraño que sea más fácil caer que levantarse. Mis intenciones eran buenas dice el estúpido como toda respuesta al mal causado por su negligencia. Y, así, sin darse cuenta, añade desprestigio al desprestigio.

Sí, es complicado escapar de las mandíbulas de ese gorilero, pero no imposible. Aunque les parezca cómico yo encontré la medicina contra ese cáncer del espíritu en un cómic de Robert Crumb. Era la historia de una especie de chamán al estilo de Diógenes de Sinope. Cultivaba su huerto y cenaba col todas las noches. Y para combatir el tedio propio de una vida sin especiales aspiraciones recitaba incansable el siguiente mantra: ontos oi oquet, ontos oi oquet, ontos oi oquet...

Eso es todo. 



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