domingo, 15 de diciembre de 2013

A desasnar




Había quedado para dar un paseo en bicicleta por la campiña cántabra. A las once y cuarto tomaríamos el tren hasta Orejo, no por nada sino porque salir pedaleando directamente de Santander viene a tener las mismas dificultades, más o menos, que las que se encontró Anibal para cruzar los Alpes. Tienes que pasar como un furtivo por los terrenos vedados del puerto y después dar unos rodeos considerables para sortear canales, naves industriales, autopistas y aeropuerto. Tengo entendido que la alcaldía tiene un proyecto de carril bici, pero, ya saben como funciona esto, proyectos vendo y a los ingenuos contento hasta las próximas elecciones. En fin, que me importa un rábano, porque con carril o sin él, aquello es tan feo y huele tan mal que no veo cirugía que pueda remediarlo. 

El caso es que, como siempre que tengo una cita con el ferrocarril me tomo mi tiempo por si surgiesen imprevistos. Y mita tú por donde esta vez funcionó la precaución porque cuando fui a coger la bicicleta me la encontré en medio de un paisaje después de la batalla. Alguien había trasladado el banco de la terraza al porche donde la suelo atar a una de las rejas de la antigua casa del portero. Alrededor del banco había todos los residuos propios de una orgía postindustrial y, para dar un poco más de color al cuadro, habían abierto el grifo que alimenta la manguera y así le habían dejado. A saber las horas que llevaría aquello manando, pero por el desaguisado circundante debían de ser muchas. Niñatos de papá, pensé, cerré el grifo, desaté la bici y me dispuse a colocarle las alforjas. ¡Cáspita, la de atrás está pinchada! Y la de delante también. Los jodíos críos, como les pille se van a enterar. Eché mano del móvil con la intención de avisar que no llegaría a tiempo, pero justo en ese momento se me ocurrió quitar el tapaválvulas de la de delante y pude comprobar que el récord estaba aflojado. Miré la de atrás y lo mismo. Sólo tuve que inflarlas y pude llegar sobrado. 

Pero esto no va a quedar así, se van a enterar, me iba diciendo mientras pedaleaba hacia la estación. Apenas había sobrepasado la curva de La Magdalena cuando ya empecé a caer en la cuenta de que si no me andaba con cuidado la cosa podía acabar como lo de Walter Matthau con Javier el Travieso. No hay que subestimar el potencial de maldad de los chavales, sobre todo si sus padres les dan vía libre. Y un puto viejo como yo que, además, va de ecojuvenilista y tal... seguro que piensan que puedo dar espectáculo. 

Pero algo les haré, al estilo de La Raquel. No armaré mi venganza con la amenaza y procuraré que sientan antes el golpe que el amago de mis iras. De momento, ayer, para abrir boca, le dije a un vecino, así, como en plan chanza, oye, mira que fuman porros los chavales; está lleno de colillas por todas partes. Por la cara que puso pude inferir que la información no había caído en saco roto. A lo mejor, ató algún cabo que tenía suelto. 

No sé, pero que los chavales hagan putaditas a los viejos me parece hasta sano. Lo que me parece catastrófico es que no se tengan que enfrentar con las consecuencias de sus actos de vez en cuando. Porque es que, si me apuran, les aseguraría que no hay pedagogía tan positiva como la que se deriva de esos encontronazos. Lo sé por experiencia porque yo fui de cuidado. Las hice pardas. Y de unas salí ileso. De otras me libré por los pelos. Y por otras tuve que pagar. La peor de todas me costó un año tras las rejas y otro en libertad condicional. Y así y todo no aprendí lo suficiente porque una vez libre me tiré dos años  haciendo el canelo por Valladolid. De todas formas, hace ya mucho que tengo asumido al cien por cien que fue gracias a aquella terapia de mula que me aplicaron que pude salir adelante. 

En fin, ya veremos en qué acaba la cosa, pero vive Dios que mi granito de arena voy a aportar al desasne de esos malandrines.  

   

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