Resulta que uno de los alumnos a su cargo, hijo de tabernero, que todo hay que decirlo, no cesa de dar la lata, consiguiendo con ello no sólo exasperar a la maestra sino, sobre todo, retrasar el progreso del resto de la clase. Se ve que al chico, despierto por lo demás, la clientela de la taberna le presta excesiva atención lo cual, como no podría ser de otra manera, le trae aparejada una desproporcionada autoestima que se traduce en afán de notoriedad y dominio sobre sus compañeros. Así es que, en siendo uno de ellos de procedencia etíope, el malandrín no deja pasar oportunidad de tratar de humillarle llamándole "moro". El etíope, como es natural, acusa recibo y trata de defenderse diciendo que en España todos somos moros. En cierto modo tiene razón porque salvo unos cuantos godos por las montañas y algunos vándalos que se quedaron descolgados por las llanuras cuando cabalgaban enajenados hacia África, poca cosa más hay que no proceda de cuando por causa de haberse encaprichado el Rey Rodrigo de La Cava, el padre de ésta, Conde Don Julián, que no estaba por la labor, decidió franquear el paso a la Península a los moros que al mando de Tariq habrían de derrotar a los godos del Rey Rodrigo en la batalla de Guadalete. A partir de ahí, ochocientos años mirando todos hacia La Meca, así que, ya te digo, el pelo de la dehesa que no nos quedará si como quien dice fue ayer cuando empezamos a mirar para otro lado.
Lo que me parece interesante de todo esto es cómo ha llegado hasta este hijo de tabernero de ocho años la convicción de que llamar "moro" a un diferente en el color de la piel sirve para humillarle y, en definitiva, mostrarle superioridad. Y aquí es donde me acuerdo de Mandela y sus sabias reflexiones sobre la superstición. La superstición y su imparable capacidad de expandirse, de impregnarlo todo. La convicción de que los blancos son superiores a los negros. La convicción de los negros de que la venganza lava todos los agravios. Todo fruto de creencias inspiradas por el miedo, el rencor y demás sentimientos adversos. Todo, enemigo de la razón que exige pruebas, admite contradicciones, sopesa consecuencias, etc..
En resumidas cuentas que si le preguntas a cualquiera de esos habituales de la taberna de los padres del niño de marras que cual es "el mejor amigo del hombre" seguro que todos sin excepción te dirán que el perro. Es lo que tienen las tabernas que no sólo no se aprende nada en ellas sino que, además, se impregna uno de todos los tópicos y superticiones que mantienen a los pobres cosidos a su condición. Porque la verdad es que cualquiera con dos dedos de frente y un poquito de escuela sabe de sobra que nunca ha habido ni habrá en el mundo animal que más servicios haya prestado a la humanidad que el chivo en su modalidad de expiatorio. Tener un chivo a mano es terapia tan potente contra el dolor de los sentimientos adversos que ni siquiera necesitamos ser conscientes de ello para echar mano de ella. Es como cuando tenemos sed que nos precipitamos sobre el agua como si de un acto reflejo se tratase. Por eso es que esa pobre gente que adoctrina a ese pobre niño en la taberna se abalanza sobre el "moro expiatorio" como única tabla de salvación a su alcance ante su doloroso naufragio vital. Es la lógica de la superchería que a todos nos impregna aunque no a todos con los mismos cuentos.
Hablando de cuentos, ayer escuche decir a los ya muy adultos nietos de Mandela que su abuelo nunca les dio consejos, se limitó siempre a contarles historias. Pues bien, eso es exactamente lo que yo le recomendaría a mi chica que hiciese cuando el hijo del tabernero le saca de quicio. Historias, ni que decir tiene, con su punto de malicia, psicodrama incluido.
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