lunes, 6 de enero de 2014

Árboles



Había una docena de pinos considerables, de 40 años o así, por el borde sudeste de la urbanización en la que ahora vivo. Los acaban de talar. El administrador nos pasó una circular explicando que talarlos costaría 2400 € y mantenerlos 2200 cada dos años. Se hizo un referendum, ahora que están tan de moda, entre los vecinos y salió lo que salió. Por su parte el ayuntamiento decidió quitar de en medio los viejos plátanos que estorbaban el tránsito en la estrecha acera del camino que va hacia el faro. Podían haber ensanchado la acera sin más, pero hay lo que hay que no es otra cosa que coches a los que hay que buscar acomodo sea a costa de lo que sea. Y, luego, para rematar la escabechina, vienen estas ráfagas huracanadas del sur y tiran abajo la mitad de la mimosa que tengo frente al ventanal de la sala. Ahora mismo estoy mirando lo que queda de ella y tiemblo al ver las contorsiones a las que se ve obligada para sobrevivir a los elementos desatados... a punto como está de su cita anual con el amarillo éblouissant.

La verdad es que no sé qué pensar de todo esto. Uno, por lo que sea, tiende a ser conservador en esto de los árboles. Quizá es porque sienta que hacen al paisaje más acogedor. Y luego está lo de la sombra que dan en verano que eso sí que es un hecho benefactor incontestable. Sin embargo, lo de su papel paliativo en toda esa historia del calentamiento global me lo creo a medias porque una vez leí a un tipo bastante inteligente que aseguraba que en el computo general de su ciclo es más el CO2 que producen que el que absorben. No olvidemos que los combustibles fósiles son en gran medida fósiles de árboles. Por no hablar de la putrefacción a la que todo lo vivo esta abocada. Gases de efecto invernadero en definitiva. En fin, en cualquier caso, como me solían decir los "proscritos" cuando paseábamos por el bosque los helados días del invierno castellano, estar por aquí es como estar en la cocina. Y era verdad, allí no soplaba el viento que es el que hace al frío ser insoportable. 

De todas formas en esto de los árboles, como en casi todo, hay puntos de vista diversos y no está de más pararse un rato a considerarlos porque uno se puede llevar sorpresas no siempre desagradables. Nunca se me olvidará a tal respecto una tórrida tarde de verano que me llevaron a una finca perdida en mitad del Campo Charro con motivo de que había allí una especie de juerga flamenca. Yo, por entonces, tocaba la travesera y mi función había de ser hacer de vez en cuando una escala de acompañamiento entre falseta y falseta. Al final no di pie con bola porque si al handicap del miedo escénico que siempre me ha dominado le añadimos la generosidad con la que corrían por allí los porros... ya se pueden imaginar. Sea como fuere, por allí andaba Manolo Berrocal que era un crack con la guitarra y, luego, uno de los dueños de pelo engominado que no paraba de armar manoletinas, chicuelinas y demás posturitas con los capotes y espadas que decoraban las paredes del salón. Así fue que, en cierto momento, sintiendo la cabeza bastante cargada decidí salir a la intemperie. El sol se estaba poniendo por los horizontes de la finca. Los únicos árboles que se veían en medio de toda aquella inmensidad eran unos eucaliptos ralos que había en una pequeña vaguada cien o doscientos metros al este de la casa. Una casa muy curiosa, por cierto. Vista desde fuera parecía una nave con una puerta modesta, ventanucos ridículos y un enorme tejado a dos aguas. Luego entrabas allí y quedabas anodadado por un salón gigantesco, lleno de tresillos de cuero, una enorme chimenea y unos techos que en el centro llegarían a los seis metros de altura. Total, que estaba yo por allí delante escampando la boira cuando vi salir a uno de los dueños, entonces, por decir algo, le alabé la belleza del lugar y luego le hice un comentario sobre lo chocante que me resultaba la total ausencia de árboles. Él se limitó a mirarme con un aire diría que de conmiseración, como si estuviese pensando, este tonto del culo qué sabrá él. Al instante me di cuenta de que que había metido la pata. Ponerme a enmendar la plana a una sabiduría de siglos. Allí, sin duda, los árboles hubiesen roto la magia, o la estética,  del lugar que era inmensa. La engañosa austeridad exterior. La soberbia elegancia del interior. ¿Qué hubiesen pintado allí unos árboles? 

En resumidas cuentas, que me gustan los árboles y por eso voté no a que cortasen los de la urbanización. Pero no creo que sean la panacea que mejora cualquier entorno. Ni mucho menos. En algunos dan el cante. Como lo hubiesen dado delante de aquella casa charra que les comentaba.    



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