Según tengo entendido, el concepto moderno de bolsa lo inventaron los holandeses. A alguien de Amsterdam se le ocurrió mandar un barco a por especias financiando la empresa por medio de participaciones. Inmediatamente esas participaciones se convirtieron en moneda de cambio que subía o bajaba su valor en función de las noticias que llegaban del frente. Era todo tan de cajón y a la vez tan excitante que en muy poco tiempo no hubo lugar en el mundo en donde no se emplease el procedimiento para sacar adelante cualquier idea con visos de rentabilidad. Y así continuamos de manera tal que la importancia adquirida por el invento nos obliga a escribirlo con mayúscula. La Bolsa, así, ya no se contrapone a la vida sino que es la vida misma y los salteadores ya no están en los caminos sino que moran dentro de ella. Todos intentamos asaltarla desde dentro por el mismo ingenuo procedimiento con el que intentamos asaltar la vida, es decir, por medio del riesgo controlado. Y, a qué engañarse, con los mismos resultados aproximadamente, o sea, con una de cal y otra de arena que viene a ser lo mismo que el ir tirando lo que no es poco.
La vida. ¡Lo que da para escribir, madre mía! Se diría que todo el mundo tiene fórmulas mágicas para hacerla más llevadera y quiere hacer partícipes a los demás de su sabiduría de forma sibilinamente desinteresada. La Bolsa, exactamente la mismo. Las sibilas hablan... y unas veces aciertan y, por lo general, se equivocan, porque si lo que está sujeto a millones de variables fuese predecible a quoi bon seguir con el juego. Lo mismo la vida que la Bolsa no tendrían el menor sentido. O interés que, como todo el mundo sabe no reside en otro sitio que en la incertidumbre. O el riesgo. La sal de la vida... que ya saben lo que pasa con la sal, que sube la tensión si se abusa.
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