lunes, 20 de enero de 2014

Porros




Una vez, hace ya bastantes años, en Salamanca, donde yo gozaba entre la muchachada de una cierta fama de liberal-progresista, si es que eso puede ser, me preguntó Luis Felipe si era partidario de la legalización del cannabis. Como ya empezaba a estar harto del infantilismo que a mi entender lo anegaba todo por allí y, por otra parte, debía de tener un mal día, le contesté con un escueto no. Por la cara que puso el chaval comprendí que le había sorprendido desagradablemente. No me importó, la verdad, porque aunque mi posición al respecto era ya por aquel entonces de una expectante prudencia, creía que aquellos chavales necesitaban que alguien contradijese sus firmes convicciones basadas las más de ellas en sus propias conveniencias. Por aquel entonces fumar un porro en Salamanca venía a presentar los mismos problemas logísticos y de seguridad que los de beber un vaso de agua. 

Tengo que confesar que en esto de la cannabis sativa, si no un experto, sí puedo blasonar de poseer un experiencia fuera de lo común. La he fumado, la he ingerido y si no me la he puesto en enema ha sido porque esa vía de introducción en el torrente sanguíneo ni siquiera se menciona en los manuales de buen uso. Una penosa adición, por así decirlo, medicamentosa, con su deslumbrante subida a los cielos de la autocomplacencia y su no menos enriquecedora bajada a los infiernos de la depresión, paranoia y unas cuantas patologías más del sistema neuronal. Saber por experiencia lo que es querer desprenderse de algo que sabes que te está haciendo mal y no poder no es mal bagaje intelectual. A poco espabilado que seas te ayuda a comprender un montón de cosas de las que pasan en el mundo y sería mejor que no pasasen. Las personas, pienso, por la propia naturaleza de las cosas, tienden a deprimirse, a sentir carencias que tratan de suplir por métodos espurios porque son rápidos, cómodos, y muy efectivos en el corto plazo. En el largo, un desastre, pero, como decía D. Juan, ¡cuán largo me lo fiáis! Ni se piensa en ello. Son las cosas de la depresión, que no otra es la condición del ánimo que engendra las pulsiones suicidas que son lo que en el fondo representa toda adición más o menos compulsiva.  
En fin, en esas estaba, ajeno ya por completo a cualquier adición que no sea la de la renta variable, que no es poco, cuando voy y leo en La Vanguardia que Barcelona se anuncia en las guías turísticas como "la nueva Amsterdam". No porque Barcelona haya construido canales por todas partes, desde luego, sino porque hay muchos locales en los que se puede comprar y fumar cannabis. Unos doscientos locales por lo visto. Muchos más que los coffeshops que hay en Amsterdam. La verdad, lo único que me extraña de todo esto es que los barceloninos hayan tardado tanto en ponerse a explotar este tipo de negocio... de tanta I+D (información más desvergüenza) por otra parte. Porque, es que, conociéndolos como les conozco, como la palma de mi mano, se que sus concepciones morales no se asientan en absoluto en el fondo de las cosas sino en sus formas. Así, por ponerles un ejemplo de algo sobre lo que tengo derecho a saber por profesión, si te ves en un mal trance de salud en pocos sitios tendrás tantas posibilidades de solventarlo con éxito como allí, pero, también, en pocos sitios esos profesionales que te curan serán tan desvergonzados para sacar pasta por el procedimiento que sea. El caso es que las cosas luzcan lindas. Lo demás, allá cada cual. Quizá, esa semejanza con Amsterdam de la que blasonan, venga de que ambas ciudades comparten la cultura del segundón que es consecuencia directa de la del hereu. Si el hermano mayor se queda con todo es lógico pensar que un segundón bien educado y no menos resentido no se pare en mientes por cuestiones de orden moral de tres al cuarto. En fin, quizá sea mucho suponer y, además, no era esta la cuestión en la que quería detenerme.

La cuestión es la de la legalización o no de una sustancia embriagante de discutidos efectos secundarios. Embriagante como lo puede ser el alcohol que se usa hasta para decir misa. De efectos secundarios indiscutibles aunque, ya digo, en mi experiencia bastante llevaderos. Desde luego nada que ver con los del alcohol y si me apuran del tabaco. Entonces, ¿por qué esa obstinación de las autoridades por prohibirlo? Bueno, quizá tenga que ver con la distinta actitud frente a la activad que promueven unas y otras drogas. Bebes alcohol, fumas tabaco e, instintivamente, te lanzas a la conquista del lejano oeste. Fumas mariguana y te pasas las horas muertas tumbado en el sofá charlando con los amigos. Pero, eso, hoy día, con todo el paro, sobre todo juvenil, que hay... no sé, comprendo que es delicado para los que deben tomar la decisión porque, si la legalizan, después, los detractores pondrán la lupa en cualquier incidente más o menos achacable a su consumo, como el fracaso escolar y así. Por otra parte, no creo que el consumo, concretamente aquí en España, fuese a aumentar si se legaliza porque, según las estadísticas más fiables, vamos a la cabeza de Europa mano con mano con los eslovacos que, según pudimos ver en "Breaking bad", le pegan a lo que sea con inaudito entusiasmo. En otro orden de cosas, también hay quien apunta al factor desincentivante de la legalización al restarle interés como actividad contestataria tan apreciada, como saben, en las edades adolescentes que, no nos engañemos, cada vez se extienden más y más allá hasta casi la senectud en no pocos casos. 

En definitiva, si fuese mi responsabilidad, creo que la legalizaría porque, tal y como están las cosas ya, poco iba a cambiar que no fuese el ruido mediático que habría de producirse por aquello de que unos idiotas lo iban a tomar como un triunfo de su razón y otros, no menos idiotas, como el anuncio de la llegada inminente del apocalipsis. En fin.

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