miércoles, 22 de enero de 2014

Sacauntos



Por aquellos años de la postguerra era frecuente decir a los niños que si no eran buenos iba a venir el sacauntos y se los iba a llevar. Un hombre del saco como otro cualquiera que tomaba su nombre del espantoso crimen que tuvo lugar en un pueblo del sur profundo. Una persona acaudalada se vio afectada por la tuberculosis y al no apreciar mejoría con los remedios que le prescribía su médico acudió al acreditado brujo que nunca faltaba ni falta en cualquier región del país y puede que del mundo. Al brujo, entonces, no se le ocurrió mejor idea que decirle que su única posibilidad de curación era comer las mantecas, unto le dicen en Andalucía, de un niño. Y claro, ahí, inmediatamente, surgió el terrible dilema que supone tener que escoger entre tu vida o la mía. Contrataron a un malandrín que raptó a un niño, le mató, le quitó el panículo adiposo y se lo dio a comer al enfermo. Una locura absoluta producto de la no aceptación del destino implacable. 

Desde luego que es una historia que nos remonta a los tiempos de Altamira por lo menos. Pero, no nos hagamos excesivas ilusiones porque en su esencia goza de excelente salud a causa de la barbaridad que han avanzado las ciencias: lo que tiene un cuerpo sano puede ser trasladado a otro enfermo para curarlo y, a partir de ahí, ya sólo hay que dejar a la mente que se ponga a maquinar la manera de romper ese desequilibrio natural. Es, por así decirlo, un tajo inagotable para todos aquellos que tienen alma de sacauntos. Conseguir órganos sanos por el método que sea se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mercado y, si bien es perseguido por sus en principio odiosas connotaciones morales, no nos engañemos, la persecución es, por así decirlo, muy blandita, debido, supongo, a que todo el mundo sabe que las connotaciones morales pasan con facilidad de odiosas a benditas por causa de un súbito cambio en las propias conveniencias. Es lo que tiene verse obligado a enfrentarse al lado oscuro de la vida, que hay que ser muy de una pieza para no dejar tambalearse las más firmes convicciones. 

Les cuento estas cosas porque anoche vi en ARTE un documental sobre el tema. No sé como lo pude aguantar porque era todo tan descarnado que revolvía las tripas. Y eso que se obviaban las formas más lucrativas por salvajes del negocio como es el secuestrar y hacer desaparecer al donante una vez rendido el servicio. No, lo verdaderamente touchant del asunto es la más o menos entusiasta aceptación por parte de la mayoría de donantes que ven en ello una forma de liberación de sus miserables vidas. Y esa aceptación es precisamente la perfecta coartada moral tanto para los que viven del negocio como para quienes necesitan de pocas justificaciones porque están como quien dice al borde del abismo. Bueno, también hay que reconocer que no menos conmovedor es el caso de los donantes altruistas. Esos son quizá los que más nos ponen ante el espejo de nuestras propias miserias. ¿Qué haríamos nosotros si nos viésemos en el trance de poder salvar a un ser querido por el doloroso procedimiento de regalarle un riñón?

En fin, la moral al uso, cuestión de ricos abusando de los pobres, ya se sabe, pero la realidad como dejó demostrado la realizadora del documental es mucho más complicada de lo que nos quería dar a entender el jefe de los servicios de trasplantes de una ciudad alemana. Quizá, como propone un americano, militante de la causa, la solución, como en el caso de la droga, estribe en la regulación. Si alguien está dispuesto a vender su riñón a otro que lo necesita, ¿pour quoi pas? Mejor que todo sea trasparente para evitar las adulteraciones. Porque lo que nadie va a poder evitar por muchos medios que a ello se dediquen es que el que necesita desesperadamente dinero no venda su riñón a otro que lo necesita, también desesperadamente.

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