Anoche anduve por el centro de la ciudad más que nada por no llevar la contraria y hoy pago las consecuencias: dolor de cabeza. Seguramente tensional. La mala gana, el desagrado, el asco casi de tener que constatar esa insistencia dionisiaca en ocupar las calles que ya va para tres meses. Un verdadero horror para cualquiera no digo ya con un ápice de sensibilidad sino simple y llanamente con dos dedos de frente. Porque hay que ser muy torpe para no caer en la cuenta de que las cosas así no pueden funcionar a la que el aire de la vuelta que diría el clásico, que siempre acaba por darla.
Anyway, el mundo es ansí, que también dijo el clásico, y lo clever es adaptarse. Adaptarse cada uno a su manera. A mí me gustaría hacerlo al estilo Chinasky (Barfly), pero soy demasiado consciente de que no podría sobrevivir a la más somera combinación de whisky y mamporros. También envidio la elegancia y valentía de The Misfits, pero, igual que con lo de Chinasky, me falta correa. La naturaleza me hizo así, de constitución endeble y eso me obliga a buscar subterfugios de tres al cuarto que apenas sirven para despistarme por un rato de mi imposible encaje en el entorno.
Ya digo, a cada uno le hace Dios como le da la gana y nada se puede contra eso. Si te hace como esos buenos chicos de la foto vas y te pones la camisa que toca y escuchas con atención y la sonrisa en los labios a Ana Patricia que para eso es la que manda. No sé, me gustaría envidiarlos y no puedo. Nunca he podido. Es por una especie de soberbia que me susurra al oído que mi sino está marcado por un mayor de lo normal número de conexiones interneuronales. Es como si estuviese condenado a no poder parar de encontrar relaciones entre las cosas. Relaciones que les parecen extrañas e incluso absurdas a los que son como los chicos de la foto, pero a mí no y, además, sostengo una cierta convicción de que ando acertado. Es, para que nos entendamos, como una especie de síndrome de Casandra: ver más allá lo que nadie quiere que le cuentes. Incomprensión. Locura, en definitiva.
Y menos mal que hay una considerable minoría que padece y goza de ese mal y, además, sabe reconocerse entre sí. Es la casta de los descastados, de los que se reúnen en cenáculos secretos para consolarse mutuamente contando sus historias de huida permanente de la circundante ceguera.
En fin, cada cual lleva su cruz. Unos en forma de Casandra. Otros en forma de la camisa que toca. Así lo quiere Dios.
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