Quién se libra, digo yo, de, en una medida u otra, vivir instalado en la ficción. Y qué sería del ser humano si no dispusiese de esa herramienta para salir del paso cuando los problemas que agobian su vida sobrepasan su capacidad de lucha. Porque, al respeto, todo el mundo tiene límites. O, por así decirlo, hasta los más dotados y valientes tienen su talón de Aquiles que, una vez tocado, les llevaría al desastre de no poseer el ungüento de la ficción. Me invento otra realidad y a vivir que son dos días. Y los problemas, una de dos, se resuelven por si mismos, lo más frecuente a D. G., o se pudren y contaminan todo lo que está a su alrededor. Entonces es lo que se denomina peste. O, también, moda.
En realidad, si bien lo consideramos, caeremos en la cuenta de que lo que para unos es peste para otros es moda y viceversa. Un fino equilibrio entre el sufrimiento de los unos y el goce de los otros que siempre está a punto de quebrarse, pero que casi nunca lo hace. Pestes y modas mueren por consunción dejando un rastro de experiencia que hace al mundo más sabio por una temporada. Porque la memoria, por naturaleza, es corta.
Sea como sea, una cosa es indudable, cuando arrecia la peste, o la moda, la expectativas de ganancia crecen y sube la bolsa... que es otra ficción. Y los que sufren se alivian y los que gozan se enloquecen. Y empieza a cerrarse el círculo y, con ello, la realidad a emerger.
¡Dichosa realidad! Me acuerdo de Shopenhauer y sus insoportables destellos de lucidez. Un tipo sufriente que se aliviaba pensando. Destruyendo la ficción, que eso es pensar. Y sin embargo, también él necesitaba su dosis. Vino a decir sobre los perros y los judíos lo mismo poco más o menos que sostenía Hitler. Y sobre las mujeres, incluso peor. Su ungüento de Fierabrás en definitiva.
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