Ayer por la tarde, cuando pasaba junto al teatro de marionetas que hay en el Retiro, pude ver que en un trozo de césped se habían instalado una media docena de tipos que no paraban de hacer genuflexiones en dirección a la Meca. Por los alrededores pululaban las sombras siniestras de las que no podían ser otra cosa que sus señoras. Es curioso la cantidad de musulmanes que andan por el Retiro. Un anticipo de su soñado paraíso, sin duda, en el que lo preceptivo, al parecer, es que las mujeres vayan veladas a cal y canto, por lo general de luto riguroso. Me pregunto si esa gente sabrá que escondido en una esquina del parque hay un monumento conmemorativo a las víctimas de la masacre que sus correligionarios causaron un 11 de marzo no lejano para mayor gloria de Alá. Bueno, en cualquier caso la gente que pasaba cabe a los orantes no hacía más caso del que suelen hacer cuando pasan junto a una pareja de fornicantes. Es lo que tiene haber llegado a ese grado de bienestar colectivo en el que los individuos pasan olímpicamente de todo tipo de exhibicionismos.
Sin embargo, como bien es sabido, sólo hay que que rascar un poco para que las cosas no sean lo que a primera vista parecen. ¿Por qué la misma gente que muestra esa aparente tolerancia infinita hacia los correligionarios de los que nos ponen bombas bajo el culo no puede tolerar que actúe en un festival veraniego un cantante judío? Los judíos son odiosos por naturaleza para demasiada gente. Ahora es porque oprimen a los palestinos. Antes era porque practicaban la usura. Otras veces porque envenenaban las aguas de la traída. Motivos pintorescos nunca han faltado, aunque si a mí me diesen a escoger uno con visos de sustancia real diría que es el de "porque mataron a Cristo". Porque es que a la gente, aunque haga como que no, le entusiasma Cristo por la misma razón que le encantan todas las ideologías que ofrecen duros a cuatro pesetas. Acuérdense de con qué facilidad multiplicaba aquel tipo los panes y los peces. Por no hablar de lo barata que le salía la sanidad que sólo necesitaba un ligero roce de sus manos para curar lo que fuese. O la facilidad con que lo aprendía todo que a los doce años, por arte de birli-birloque, sabía mil veces más que cualquiera que tuviese cinco doctorados por Harvard. No, desde luego, haberse cargado ese mito no puede tener perdón. Que lo paguen por los siglos de los siglos.
Ahora que, lo que me gustaría saber es qué les pasa por la cabeza a esas mujeres veladas cuando pasean entre mujeres medio despelotadas que retozan por el césped con sus chorbos. Lo que se les pasa a sus maridos me resulta más sencillo: ese exhibicionismo ramplón como de superioridad moral no puede se otra cosa que una lacerante falta de seguridad en sí mismos. Y como todos los inseguros, sádicos. Disfrutando de la tortura que infringen a sus mujeres al obligarlas a tragarse con la vista las delicias de la libertad que se están perdiendo porque a ellos les sale de la punta el nabo. Unos desgraciados peligrosos, sin duda, a los que convendría parar los pies antes de que sea demasiado tarde, mismamente como, ayer mismo por la noche, en un programa televisivo, vi que preconizaba un tal Albiol al que los cristianos camuflados de progres se han apresurado a llamar nazi.
En fin, qué entretenida por alambicada es la realidad que nos rodea. Y cuántas gracias tenemos que dar a los dioses omnipotentes por habernos hecho nacer en un lugar donde ese alambicamiento se digiere sin dejar más rastro que unas inodoras ventosidades. Perdonen el alarde escatológico.
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