Gracias al querer de los dioses omnipotentes me encuentro en unas condiciones físicas bastante más que aceptables para mi edad. También, supongo, algo tendrá que ver en ello el tipo de vida que vengo llevando desde que empecé a dejar de segregar hormona del crecimiento. He fumado algunos canutillos y picardías por el estilo, pero, por lo demás, casi como un eremita en su ergástula. De todas formas, estoy prevenido para cualquier incidencia desagradable sobrevenida en el momento menos pensado, los dioses no lo quieran. Pero una cosa es lo físico y otra es lo psíquico. Ahí, sí que el paso de los años es implacable. El escepticismo se incrementa de forma exponencial y, con él, el desinterés por la mayoría de los asuntos que hacen que el mundo parezca una jaula de grillos. Por no hablar de la necesidad de abarcar territorio. Ya, hasta los viajes en bicicleta por tierras castellanas me empiezan a parecer cansinos y monótonos. Como diría Pessoa, ya he visto todos los paisajes del mundo y, también, una puesta de sol no es más que una puesta de sol la veas donde la veas. Así que, desbrozado ya casi del todo, me siento en mi trono de jerife y, rodeado de mis affaires, apenas cuatro o cinco, vivo como si tuviera todo el mundo al alcance de mi mano, de mi vista y, sobre todo, de mi comprensión. Y, para colmo, he descubierto que en los bajos del edificio hay un bar en el que se come divinamente por once euros.
La vida como proceso de desbroce. Ir sacudiéndose y dejando de lado todo lo que hacemos persiguiendo quimeras, que no otra cosa es casi todo lo que hacemos. Y dedicándose con parsimonia y ambición a tres o cuatro objetivos inalcanzables: comprender el mundo, llevarse bien con el entorno, tocar la guitarra, o lo que sea con tal de que para ello haya que saber música, y hacer malabarismos en el espacio con los planos y las rectas hasta conseguir convertirlos en pixeles. Y que la vida siga así hasta que los dioses quieran. Y que nadie me venga con cuentos porque le mando a paseo.
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