Siempre lo he dicho y lo seguiré diciendo porque estoy razonablemente convencido de que tengo razón: el gran problema de las sociedades cuando alcanzan un cierto grado de desarrollo es el exceso de ocio que ese desarrollo genera. Fíjense bien que digo exceso, es decir, más tiempo del necesario para recuperarse de las fatigas que los negocios nos procuran. Así que, recuperados ya, la cabeza se pone a trabajar para encontrar cualquiera que sea la manera de entretenerse para distraer el aburrimiento que automáticamente nos retrotrae a la insoportable idea de muerte. Por tal es y no por otra cosa que las sociedades desarrolladas necesiten dotarse para sobrevivir de unos preceptos morales tan elevados como rígidos porque, si no, de lo contrario, ese entretenerse de cualquiera manera que sea se puede convertir en una bomba de destrucción masiva.
Pienso en estas cosas a propósito de la conversación que entablé ayer con un muchacho cuando esperaba el autobús y que después se prolongó a lo largo del trayecto. Era un chico de procedencia guineana que repartía su tiempo entre Madrid y Los Ángeles, pero que, también, había pasado por Salamanca de donde, sin duda, le venía el gusto por pegar la hebra de cariz filosófico. El inicio del contacto vino promovido por esa situación cómica que se da en la actualidad en todas las paradas. La gente llega más o menos presurosa a ellas y de inmediato echa la mano al bolso, saca el móvil y se pone a comprobar el tiempo que falta para que llegue el autobús. Es algo que en principio no sirve para absolutamente nada porque el autobús tarda lo que tarda que nunca es mucho, pero, sin embargo, parece que las personas se sienten aliviadas en su espera si saben lo que ésta va a durar. Y en esas estamos, midiendo siempre el tiempo que tenemos por delante sin otra ocupación que no sea la de mirarse el ombligo para comprobar, las más de las veces, lo feo que lo tenemos. Y, de ahí, supongo, el que sea tan difícil vivir a palo seco.
Al guineano de marras, como todavía era joven, le servía para cuadrar sus cuentas el recurrir a la maldad intrínseca del capitalismo y las multinacionales. No me costó descolocarle con mi sofística teoría de las estanterías llenas de los supermecados. Ahí, sí que con la iglesia hemos topado. Sobre todo después de haber visto lo que pasa en Venezuela. El chaval era ágil de pensamiento y había leído a Tito Livio. Por lo demás, me dio la impresión de que seguía viviendo a costa de sus separados padres. Por tal, como no tenía pinta de drogarse, ni de ser muy de bares, era evidente que necesitaba de una religión para sobrellevar sin desmoronarse the insufferables fatigues of idleness.
Los bares, desde luego, ayudan y mucho en esta desesperante batalla que libramos contra los estragos del exceso de ocio. Pero, ya digo, se necesitan unos preceptos morales poderosamente arraigados para que estos aliados de Dionisos no acaben con Apolo y convirtiéndolo todo en un baile de bacantes. Por otra parte, como contrapartida a los bares, tenemos la función salvífica de las religiones. Todo, cualquier acto intrascendente, se puede convertir en religión si por medio de la publicidad lo convertimos en moda. Romper los pantalones vaqueros antes de usarlos es una religión que tiene sorbido el seso a millones de jóvenes o jóvenas por todo lo ancho y largo del mundo. Lo de los animales, la ecología y todas esas mandangas, ya, ni te digo el tiempo libre que ocupa a las mentes más desfavorecidas. Lo de los victimismos, para qué hablar. No hay nada que llene tanto la vida como apuntarse a ser víctima de un opresor malvado. Entonces, todo el día de procesiones que es la cosa más divertida del mundo.
Y así, entre unas cosas y otras, cada cual a su manera, vamos combatiendo con más que menos éxito esta plaga del ocio que, ya digo, mientras las estanterías estén llenas nada de lo que preocuparse. En fin, me voy a comprar el pan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario