jueves, 3 de septiembre de 2015

Salida inmediata


Otra vez en el tren. Tengo cuatro asientos para mí y otros cuatro que quisiera. Así que he sacado todos mis affaires y los he dispuesto a la manera que lo hago en el salón de mi casa. Tengo cuatro horas por delante hasta Valladolid de las que ya me regodeo por adelantado. Allí me daré una vuelta, tomaré un refrigerio y luego, Avant mediante, aterrizaré en Chamartín en apenas una hora.

Viajar en tren es una filosofía de vida. No quiero otra. Primero, llegar a la estación con tiempo para demorarse en la contemplación del personal que está de paso. Los que van de cercanías y de largo recorrido. Los ligeros de equipaje y los de voluminoso. Los nerviosos y los relajados. Un retazo de vida intenso pautado por los paneles movedizos. Un fogonazo y un montón de gente sale disparada hacia una boca que se los traga sin dejar rastro. El tiempo pasa hasta que te llega el turno. Buscas tu reserva y te acomodas. Es una sensación de confort completamente ajena a cualquier tipo de riesgo. Y, sin embargo, en menos de diez minutos estarás en medio de un tunel a 250 kms por hora. La verdad, no sé para qué tanto, pero ya que lo hay yo lo uso

Recuerdo con pormenores la primera vez que hice este recorrido hasta Valladolid hace la friolera de 57 años. Íbamos todo el curso a examinarnos de Preuniversitario. Era un día de finales de junio y hacía un calor africano. Salimos a las dos y cuarto de la tarde y llegamos bien pasada la media noche. Los vagones eran como los del oeste, con asientos de madera y una plataforma posterior a la que cada sí y cada no salíamos a fumar cigarrillos. Entre calada y calada, sentados en las escalerilas de acceso, mirábamos a lo lejos y nos hacíamos confidencias. Los campos de cereales estaban en sazón y por aquí y por allá había gente cosechando. Todavía había cuadrillas de segadores por aquel entonces. ¡Qué feo es todo esto!, nos confesábamos convencidos de la superioridad a todos los efectos de nuestra verde patria. Y así todo el rato, secándonos el sudor y sacándonos las carbonillas que se nos metían en los ojos. Las últimas horas, anochecido ya, sin cigarrillos y con todos los espíritus irritados por el cansancio y el hambre, las recuerdo con horror. No creo que se hayan dicho nunca más barbaridades sobre la estepa y los maquetos que las que llegamos a decir en aquellas horas aciagas. Y al día siguiente a examinarnos. La cosecha de calabazas, como no hubiese podido ser de otra forma, fue portentosa.

Pues sí, bien mirado, pocas cosas habrá que sinteticen mejor el espíritu de la época que me ha tocado vivir que la evolución de los trenes. Voy rápido y confortable por el mismo trazado que antaño fueron incómodos y lentos mis bisabuelos. Y veo que allí, por el camino al fondo de las hoces, ya no pasan coches. Ahora van por esos viaductos a mi derecha que parecen obra del diablo. ¡Cuanto esfuerzo, Dios mío, para mantener la ilusión de ganarle unos minutos a la vida!


Bueno, voy a ver si pillo cobertura y publico esto.

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