En las paredes de la casa rectoral de la Universidad de Salamanca está pintado con sangre de toro el víctor de Unamuno bajo el cual está escrito lo que se supone fue su lema en vida: "antes la verdad que la paz". Lo confieso, siempre que paso por allí y lo leo me da urticaria. Porque, sí, a bote pronto suena bonito, pero piénsenlo un poco y no tardarán en caer en la cuenta de que eso es exactamente lo que hace que los talibanes sean talibanes. ¿La verdad? ¿Quién que no sea un cretino puede creerse que está en posesión de la verdad en la inmensa mayoría de los asuntos de la vida cotidiana? Si las verdades fuesen aprehensibles una cosa es segura: no harían falta la inmensa mayoría de las leyes que nos hemos dado para poder convivir. Así, si Unamuno hubiese dicho: "antes el cumplimiento de la ley que la paz", nada tendría que objetar. Porque es que, además, a nadie se le escapa que empezamos a tomar como normal las transgresiones de la ley y lo más probable es que la cosa acabe a tortas.
Hombre, hay alguna verdad incontrovertible al alcance de cualquiera, como que es imposible quedarse aquí para siempre. Pero díganme ustedes unas cuantas más de ese calibre si se atreven. Existen, claro, nuestras verdades íntimas con las que apuntalamos nuestra autoestima. Pero lo prudente es ceñirse a ellas con discreción y sin fanatismos por si la tozuda realidad se empeña en desmentirnos. Al respecto, siempre tengo in mente aquellos tiempos no lejanos en los que cada día se rebanaban un montón de estómagos porque era tenida por verdad incontrovertible que ese era el único procedimiento para curar las úlceras crónicas que tienden a formarse en ese órgano digestivo. El Billroth I, el Billroth II y, para mayor abundamiento que diría el sindicalista, en el hospital en el que yo trabajaba por entonces había un cirujano que se había hecho famoso por haber inventado un método de rebanación todavía más radical y supuestamente efectivo. Y, por Dios, que a nadie se le ocurriese suministrar antibióticos a esa pobre gente porque la podía matar. Así se escribía la historia hasta que algún médico avisado se dio cuenta de que tras suministrar in extremis antibióticos a un enfermo con múltiples patologías entre las que no faltaba la úlcera gástrica, ésta, desapareció. Lo contó y, como era algo tan evidente y fácil de comprobar, no se tardó mucho en generalizar el cambio de chip al respecto. ¡Millones y millones de estómagos rebanados por una verdad que no lo era! Esa resultó ser la única verdad que, tomada como metáfora de casi todo, procuro tenerla siempre en cuenta.
Es curioso, por otra parte, que siendo Unamuno el filósofo que más trabajó la paradoja tuviese ese lema. San Manuel Bueno, el cura ejemplar que no creía en Dios. La Tia Tula, que era tan buena que no paraba de crear destrucción a su alrededor. Sí, hay que andarse con cuidado a la hora de juzgar y extraer conclusiones porque pocas cosas son lo que parecen a primera vista. No sé, porque lo que sí es verdad es que nadie se salva en esta vida de decir una cosa y su contraria con el mismo desparpajo. Por eso quizá lo mejor sea que no entren moscas en la boca. Pero, entonces, ¡qué aburrido!
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