Cuando era jovencito vivía rodeado de un ambiente familiar absolutamente premoderno. Sin embargo, lo de estudiar fuera de casa, eso de lo que hoy casi nadie quiere oír hablar, fue una especie de redención. Sobre todo cuando de Valladolid pasé a Madrid. En Madrid me enteré de que existían cosas realmente sorprendentes. Por ejemplo, los choros de Villalobos que tocaba con maestría uno de mis comensales habituales, un estudiante de ingeniería gallego. O las novelas de Baroja de las que era fanático ferviente un compañero de pensión, un friky que llevaba más de veinte años estudiando minas y no conseguía acabar. De vez en cuando le visitaba su padre, un viejo militar republicano completamente enfisematoso que resoplando se metía con él en la habitación, le echaba una bronca, le daba diez duros y se largaba por donde había venido. El tipo apenas salía de casa si no era para hacer incursiones por la Cuesta Moyano a la busca de cualquier novedad barojiana. Diez duros daban para bastante en la Cuesta Moyano de aquel entonces. Total, que entre unas cosas y otras me traspasó la aficción por Baroja. Nos pasábamos horas y horas hablando del Árbol de la Ciencia seguramente sin saber de qué hablábamos, pero sin duda con el inconsciente infiltrado de las ideas de modernidad que trascienden sus páginas.
Después, a lo largo de la vida, he leído varias veces esa novela y, sobre todo, la última, ya con un Shopenhauer y un Nietzsche bastante digeridos, me sirvió para darme cuenta de hasta qué punto esa novela es revolucionaria para una España, no digo ya de cuando fue escrita, sino la de cuando yo la leí. Y diría más, para una porción muy significativa de la de hoy. Porque ese es uno de los problemas, a mi juicio, que tiene España, es decir, que hay todavía demasiada gente que se cagaría por la pata abajo si leyese a esos autores y les entendiese mínimamente. Hay demasiada premodernidad camuflada tras aires más o menos mundanos.
Y no es cuestión ahora de ponerse aquí a dar o quitar carnés de modernidad. Pero si ves por ahí a alguien que se queja y no actúa, quítaselo. Y si conoces a alguien que se lo traga todo de puro estar descuidado, quítaselo también. Y no te digo ya si es alguien incapaz de reflejarse en los espejos, ese está perdido de por vida. En fin, quítaselo a todos los sufrientes sin otra causa que lo justifique que su propia necedad. Y colorín, colorado...
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