Por fin hemos conseguido una casa para pasar la noche en Blascosancho. Ya empezabamos a desesperar, aunque dado el calor que hace tampoco hubiese sido un drama haber pernoctado a la belle etoile. El ayuntamiento de Blascosancho ha acondicionado las antiguas casas de los maestros como casas rurales y todo parece indicar que el negocio es ruinoso. Una de las dos todavía no se ha estrenado y la que ocupamos está tan flamante que sospecho la estamos estrenando nosotros. Por cuarenta y ocho euros. Tres habitaciones, tres baños, un salón con un par de tresillos supercómodos... ahora, eso sí, los cuadros de las paredes parecen comprados todos en la galería de la gasolinera de Becerril de Carpio. El caso es que si no llega a ser por los buenos oficios de Maria del Mar, una señora mitad de Blascosancho, mitad del barrio de Salamanca, que hasta que no nos ha visto instalados no ha parado, no sé lo que hubiese pasado, porque han sido necesarias más de dos horas de gestiones que, teniendo en cuenta los cuarenta grados que hacía a la sombra, han parecido cuatro. Ya lo tenemos comentado, en España porque falla la gestión que si no...
El caso es que hemos salido muy de mañana de Segovia bordeando el alcazar por el lado de la Fuencisla. A veces me habrán oído decir que Santander no es ciudad para viejos, pues Segovia ni te digo. Todo está en cuesta y qué cuestas. Por lo demás, ayer, que fuimos por la mañana a la Granja de San Ildefonso a echar un vistazo por allí, pudimos ver por las ventanillas del autobús que la parte nueva de Segovia tiene
muy buena pinta. Grandes avenidas, zonas ajardinadas... claro, en las ciudades castellanas todo eso es muy fácil porque hay espacio para dar y tomar. En cualquier caso, Segovia es el parque temático por excelencia. Me recordó mucho a algunos documentales que he visto recientemente sobre las ciudades turísticas chinas. Por todas partes hay manadas de orientales que yo juraría que en su mayoría son chinos. Son gente muy curiosa que se sientan en grupo a comer y con una mano agarran el tenedor y con la otra el móvil. Y así están todo el rato, paseando la mirada del móvil al plato y del plato al móvil sin hacer el menor caso ni a los que tienen al lado ni a las maravillas arquitéctonicas y demás mandangas que les rodean. Uno piensa que ir tan lejos para comer mirando al móvil tiene poco sentido, pero seguramente es porque uno es viejo y tiene un móvil que es una mierda, dos circunstancias que sin duda distorsionan el pensamiento mucho más de lo que uno cree.
Total, que María estaba que ya no podía más, por el calor y tal, y hemos decidido emprender la retirada. Hemos salido con la fresca de Blascosancho, la puerta de la Moraña que le dicen. Por cierto que mientras andábamos de gestiones ayer, María del Mar, que por lo que nos dijo es dueña de medio pueblo y alrrededores, nos ofreció varias casas por precios irrisorios. Por 24000 euros nos vendía una recientemente restaurada y que tenía una pinta muy digna. Claro, lo que pasa es que ya quedan lejos aquellas pasiones románticas tipo "del monte en la ladera por mi mano plantado tengo un huerto". Anyway, de Blascosancho, salvando la vaguada del Adaja, a Hernansancho y, después, por una secundaria a la derecha hacia Arévalo. El caso es que me he parado un rato a descansar, o a esperar a María que venía rezagada, y ya, de paso, he echado una parrafada con un resinero que andaba por allí a sus labores. Según me ha asegurado, los jóvenes, su hijo concretamente, que son los que han retomado el negocio, no saben nada, pero para eso está él que fue resinero veinte años. Por lo que me ha explicado tampoco es que la cosa parezca complicada, lo que pasa es que es trabajosa y pesada. Y rentable, claro, sólo desde una perspectiva de crisis. Tras un año de intensa dedicación, su hijo extrajo 80 bidones de 200 litros. A euro el litro, calculen. Gastos de explotación, impuestos y tal, no llega uno ni a mileurista. Ya digo, negocio de crisis. Total, que a penas he dejado al resinero he pasado por un pueblo de nombre Tiñosillos. No me negarán que es un nombre cuanto menos curioso. Y después, en cuatro patadas, Arévalo.
Arévalo, pues eso, el cochinillo en un restaurante de la plaza y a la estación a tomar el tren. La verdad es que hay unos regionales que alucinas. Y como pasa uno cada media hora no hemos tenido que esperar nada. Hemos llegado a Valladolid en un visto y no visto. Los 75 kms del recorrido en menos de media hora. Confortables, rápidos y con el aliciente de no saber si te mandarán bajar por ir con bicicleta. Bueno, usted súbase y si el revisor le echa venga aquí a que le devuelva el dinero me ha dicho el de la taquilla. En definitiva, que ya vamos en otro regional camino de Santander. A mi, la verdad, me hubiese gustado prolongar unos días más la transumancia, más que nada por no estar en Santander, pero, ya digo, María...


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