domingo, 3 de enero de 2016

Apestosa insatisfacción



Juventud, divino tesoro, espetó el poeta. Sin duda andaba un tanto desorientado el hombre. Si hubiese dicho apestosa insatisfacción juraría que hubiese andado mucho más acertado. Y no es que piense que en avanzando por la vida la insatisfacción se cure, por Dios, que he leído a Shopenhauer, pero sí estoy seguro de que en la mayoría de los casos se aprende a sobrellevarla sin dar mucho por el saco a allegados y vecinos. Y lo digo mirando hacia atrás sin ira. Simplemente aceptando como algo puramente biológico el cúmulo de sandeces que se hacen a esa edad. Luego, ya de mayor, si conseguiste salvar unas cuantas neuronas de la debacle, cuando, por lo que sea, te asaltan a traición los recuerdos objetivos te mueres de vergüenza a modo de expiación de culpas y lamentas con dolor el daño que sin duda hiciste a terceros. Y eso por no hablar de la rabia por las oportunidades perdidas por los inútiles empecinamientos. Sí, yo no sé ustedes, pero en lo que a mí hace no hay época de la vida más siniestra que la tan alabada juventud. Todo fue ir saliendo de ella y empezar a tener los primeros escarceos de satisfacción. Después, al ir envejeciendo podría asegurar que las únicas espinas en mi camino de rosas es la insistencia de aquellos nefandos recuerdos. Supongo que, también, tienen su lado positivo esas espinas. Mantenerme alerta, quizá, frente a las tontas tentaciones. 

Filosofo sobre estas cosas porque hace dos días, uno de enero, paseaba yo por la mañana por una ciudad cualquiera de provincias y veía por todas partes grupos de jóvenes, todos uniformados a lo Tarantino, metiendo bulla e incapaces de desgajarse de la compañía. Era como si todavía les quedase un atisbo de esperanza de salvar la insatisfacción de una noche fallida. También se veían por aquí y por allá parejitas, convenientemente tarantinizadas también, metiéndose mano sin el menor pudor. Estos son los exitosos, pensaba cuando les veía. No saben los pobres la que se les viene encima. A tan temprana edad, y con mucho depender de los padres por delante, ya se han echado, en una noche loca, una soga al cuello. En adelante, todos sus esfuerzos, si no son muy tontos, deberán consistir en tratar de sacársela de encima. 

Después, ayer, mirando en las páginas de otro periódico de provincias, como para confirmarme en mis teorías, veía las fotos del paisaje después de la batalla. Batalla ganada por la estulticia, bien sure. Más tarantinitos entre la basura. ¡Por Dios, quienes son esos padres que compran a sus hijos esos uniformes! Estos hijos que son los nietos de aquellos sesentaicheros que pensábamos que habíamos roto un montón de tabús. ¡Y un jamón con tres chorreras! Hay cosas que no cambian así pasen eras geológicas. La impericia de la juventud es una de ellas. Sólo cuatro escogidos se salvan. ¡Qué envidia! Aunque nunca se sabe qué es lo mejor a la larga. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario