lunes, 25 de enero de 2016

Gascón de Nava



Hace ya unos cuantos años pase un fin de semana en mi pueblo natal. Nunca me ha gustado volver a la escena del crimen, pero las circunstancias me obligaron y en todo momento procuré estar a la altura de la dignidad que se me suponía. Algunos se pensaron que volvía para quedarme e incluso el conspicuo representante del partido político que se pudría en la oposición desde tiempo inmemorial me ofreció su puesto como candidato a las próximas elecciones a la alcaldía. Tú puedes arrasar, me dijo. Me quedé de una pieza, pero por otra parte sabía de la facilidad con la que se mitifica en los pueblos al que se va y no vuelve ni por las fiestas. El caso es que de los pocos con los que hablé, todos me entraron a saco con temas de política. Andaban allí a la sazón, por lo que pude ver, bastante enrabiados con el asunto de los nombres de las calles. Todas por supuesto dedicadas a los gerifaltes del franquismo. Les dije a todos, más o menos, que personalmente me la traía al pairo, pero que en esas cosas lo mejor es el equilibro. Esta para ti y esta para mí. Cosas así. A alguno le dije que ciertos nombres, caso de estar todavía vivos, incluso podían estar siendo reclamados por el Tribunal de La Haya. No creo que le gustase y seguro que sacó conclusiones exageradas sobre mí. Eso sí, los dos o tres defensores del mantenimiento del status quo tenían bien aprendido el mantra de que la historia no se cambia cambiando los nombres. La ley del embudo, claro, típica de los que a su ignorancia le añaden una corta inteligencia.

Me acordé ayer de estas cosas con motivo de haber parado a descansar de una larga cabalgada en la Plaza del Caudillo de Gascón de Nava. De inmediato pensé que aquel nombre le sentaba a la plaza como un guante y que afortunadamente a ningún alcalde necio se le había ocurrido cambiarle. Gascón de la Nava es uno de aquellos pueblos de colonización que se construyeron de nueva planta en los comienzos del franquismo. En este caso para alojar a las familias que se iban a encargar de hacer productivos los terrenos recién ganados tras desecar la laguna que había en la gran nava al oeste de Palencia. Esto sí que es historia, sin vuelta de hoja. Historia de entre la mejor historia de este país y ligada al Caudillo pese a quien pese. Liberar a toda una región de las fiebres cuartanas a la vez que se enseña a la gente a cagar en el retrete y ducharse de vez en cuando es un tipo de progreso infinitamente superior al de matriz zapateril.

Pero es que, además, estos pueblos de colonización, diseñados siempre por los más notables arquitectos de la época, debieran en justicia ser lugar de peregrinación para todos esos resentidos que en vez de ponerse a estudiar se dedican a soñar utopías. Porque no otra cosa que la consecución de una utopía son. La utopía con su natural desnaturalización con el paso del tiempo hasta convertirse en preciosa arqueología.

En fin, la construcción de la utopía ligada siempre al totalitarismo. Aunque también en esto hay clases y por eso las ligadas al totalitarismo señoritil siempre dieron mejor resultado que las del totalitarismo proletario. Es lo que hay y La Plaza del Caudillo está ahí para que no se nos olvide. 

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