Pues sí, esa es la cuestión y conviene confesarlo: me siento responsable como el que más de que las cosas estén como están, tan mal al decir de algunos, y por nada del mundo señalaría culpables que me superen en vaguería, vicio, inutilidad e, incluso, maldad. Así de sencillo. Y si a todo ello puedo sobrevivir no es por otra cosa sino porque me acojo al consuelo de los tontos, es decir, al tener algo más que la simple sospecha de que la inmensa mayoría de la gente con la que me codeo es más o menos como yo, eso sí, al margen de que sean o no capaces de reconocerse en lo que son que, eso, ya es harina de otro costal y motivo de no pocas y penosas controversias.
Pero, ¡ay!, hay días en los que la bioquímica neuronal te juega malas pasadas y hace que te levantes con el ego por las nubes y pensando que en algo contribuiste a mejorar el mundo que te rodeaba allí donde estuvieras... y entonces, crecido como estás, te atreves a ir con un Manual de la Felicidad bajo el brazo a La Puerta del Sol o donde sea a pedir la cabeza del tirano. ¡Jo, lo que cuesta controlar!
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